domingo, 2 de abril de 2017

Schumann entre Dachau y San Fernando (cuento premiado de Julio Rafael Silva)


Cual sirena, en cualquier lugar del amplio Llano 
(imagen en el archivo de Misgledy Meza) 


Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)


Anoche ocurrió de nuevo. En el sofocante verano de marzo, José Ramón, mi padre; César Antonio, el tío bohemio; Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine; Joachim y Helena, aquella pareja de alemanes bondadosos, precedidos por sus insistentes tortas de chocolate para el deleite de todos mis hermanos (aunque a mí me parecían empalagosas), se disponían al ritual: mi padre limpiaba la mesa de caoba, lustrosa, con sus bordes de metal; el tío daba cuerda a la ortofónica, cambiaba la aguja y seleccionaba los discos, especialmente traídos de Caracas por el turco Farid; mi madre, Sarabel, servía el vino, recién fabricado en sus viejas barricas del sótano, en generosas y delicadas copas de cristal de bacarat. Nosotros, los tres hermanos y nuestros amigos más queridos, Joe, Finita e Iván, sentados, sin hacer mido, expectantes y arreglados como para ir a misa, aguardábamos el inicio de la velada.
Esa madrugada, fangosa y acerada, como cada fin de semana el coronel Hugo von Hoffmannsthal, director del campo y frustrado ejecutante del oboe, hacía comparecer ante su delgada figura, residuo de mejores tiempos, a Joachim Wassermann, el maestro violinista y precario director de la orquesta de cámara. Que venía el Comandante este sábado y ya no quería más a Bach, ni a Wagner: sólo anhelaba disfrutar (porque lo hacía evocar su niñez en Magdeburgo, a orillas del Rin) la difusa potencia del sentimiento y el lirismo sencillo del mejor Schumann. ¿Podrían sus amigos Franz, René y Jakob y su esposa Helena disponerlo todo? ¿Tratarían de cepillar sus añosos trajes y lustrar sus gastados zapatos? ¿Dispondrían de sus casi inservibles cellos, violines, violas y clarinetes para interpretar con aceptable lucimiento el An den Mond (A la Luna), el Schäfers Klagelied (Elegía del Pastor) o el Die Götter Griechelands (Los dioses griegos)? ¿Podrían hacer eso para él? Que no olvidaran su bondadoso y agradecido corazón: obtendrían, como premio por su dedicación y maestría, dos botellas de aquel vino blanco de Baviera, media libra de queso rochefort y una caja de tabacos aromáticos, de los que tanto te gustan, Joachim. ¿Lo harían? ¿Me lo prometes?
El calor de la noche hacía más íntima aquella reunión familiar. José Ramón, mi padre, extraía las cartas, las hacía cortar por César Antonio, el tío bohemio, sentado a su izquierda, las distribuía y el juego comenzaba. En los primeros minutos, los caballos y los reyes, elusivos, escurridizos, se ocultaban en el fondo del mazo de cartas, y sólo sotas, ases y cincos se repetían, en desfile de copas, oros, espadas y bastos. Schumann, desde la ortofónica, aumentado su sonido por las puertas completamente abiertas, dejaba oír el cincelado discurso pianístico de su Die Bürgschaft (La fianza). Entonces, Joachim Wassermann tomaba el violín y, con manos inseguras, ejecutaba algunas notas, mientras Sarabel, mi madre, haciendo gala de su voz de soprano, declamaba pequeños fragmentos de Rimbaud: Les chars d´argent et de cuivre/ Les proues d ‘acier et d ‘argen/ Battent / I‘ écume,/ Sou/évent les souches des ronces./ Les courants de la lande,/ Et les orniéres inmenses du reflux,,/ Filent circulairement vers I´ est,/ Vers les piliers de la forêt,/ Vers les fûts de la jetée,/ Dont I´angle est heurté par des tourbillons de lumiére. (Los carros de plata y de cobre/ Las proas de acero y de plata/ Baten la espuma,/ Levantan las cepas de las zarzas./ Las corrientes del páramo,/ Y los surcos inmensos del reflujo,/ Huyen circularmente hacia el este,/ Hacia los pilares de la selva, /Hacia los fustes de la escollera,/ Cuyo ángulo es rozado por los torbellinos de luz).
El coronel Hugo von Hoffmannsthal, de rigurosa etiqueta (¡cuánto le costaba dejar colgado su negro uniforme de SS!), acompañado por el Comandante Ernst Friedrich Kassel, disfrutaba del concierto de la noche, a pesar de esta recurrente acidez, compañera de largos años de bebedor incansable y del desprecio creciente que sentía por aquel militar advenedizo y soez sentado a su lado. Joachim Wassermann, al frente de la orquesta, intentaba armonizar sus amargos días de hambruna con las exigentes notas de aquella balada de Schumann, Des Knaben Wunderhom (El muchacho de la trampa mágica), evocación de la infancia y las añoranzas sentimentales, llena de redescubrimientos y exóticos coloridos. Bajo el liderazgo de aquel pálido, pero enérgico director, el cello de Franz, el clarinete de René, la viola de Jakob y el violín de Helena trataban de brillar por encima de los destellos que las bombillas del pabellón sacaban de sus ajados y mohosos trajes. Que nada falte. Que todos se oigan con nitidez. Que cada instrumento acierte con el tono adecuado. No importa tu úlcera, Jakob. No importa tu tos persistente, Franz. No importa tu hígado recrecido, René, ni tu colon irritable, Helena. Por encima de nuestras pequeñas miserias humanas, Schumann debe expresar su misión dramática, el ritmo acompasado, la férvida ironía y su exasperado romanticismo. ¡Impresionemos al auditorio! Que se alegren. Que se alteren. Que aplaudan. Que revienten. Que ni respirar puedan.
Esa sombría navidad, José Ramón, mi padre, había recibido en el puerto de La Guaira a sus dos amigos, provenientes de Freistadt, un pequeño pueblo escondido en la frontera austrohúngara. Joachim y Helena Wassermann, antiguos condiscípulos de la Universidad de Bremen (en cuyas aulas, al lado de Sarabel, mi madre, supieron de la existencia de Baudelaire, Mallarmé, Nerval, Jarry, Víctor Hugo, Rimbaud, Rilke y otros creadores similares), llegaban al país luego de la larga noche del holocausto. El hospedaje de tres interminables años en Dachau había convertido a aquellos jóvenes compañeros del Doctorado en Letras Románicas, en estos ancianos temerosos, desconfiados y translúcidos (cuando llegaron a San Fernando, yo trataba de ver a través de su piel y jugaba a adivinar su imprecisa edad de mendigos de mirada perdida). Se instalaron en nuestra casa y, de inmediato, comenzaron las partidas de caída y de carga la burra, alegradas por la música de Schumann y los poemas de Rimbaud recitados por Sarabel, mi madre. En ocasiones, Joachim Wassermann comparaba el paisaje llanero con la campiña de Freistadt, en primavera: los mismos tonos de verde, decía; iguales los ruidos del bosque; similares los atardeceres, de ocre intenso y la luna, escondidita tras las nubes. Que vieras, Helena. Que te dieras cuenta. Que te acordaras. De vez en cuando, muy de vez en cuando, el tema político asomaba con timidez en la conversación. Joachim y Helena, cortés, pero enérgicamente se resistían a caer en las trampas y provocaciones de José Ramón, mi padre, cuya insaciable curiosidad lo impulsaba a indagar sobre tan escabrosos asuntos. Nuestros dos amigos alemanes preferían desviar la conversación hacia aspectos más agradables de la existencia: la música, la poesía, la filosofía, la gastronomía, los vinos...Sarabel, mí madre, había comenzado a preparar, bajo la vigilancia escrupulosa de Helena, aquel vino de arroz, herencia de sus abuelos de la Alta Baviera, el cual muy pronto se convirtió en la bebida obligada y estimulante de nuestras noches apureñas.
Desde luego que el vino blanco de Baviera era el tesoro mejor guardado en las bodegas del coronel Hugo von Hoffmannsthal. Esa noche, luego del concierto, cumplió lo prometido: las dos botellas anunciadas fueron excelentes compañeras de la media libra de queso rochefort, en un banquete sin precedentes en el campo. Al final, Joachim Wassermann compartió con sus músicos algunos tabacos aromáticos, a pesar de tu persistente tos, Franz, y de tus malestares digestivos, Helena. Fue tal el entusiasmo que, cercanos al amanecer, Joachim Wassermann, con su todavía estupenda voz de tenor, recordó algunos pasajes de su admirado Rainer María Rilke: Und du erbst das Grün/ verganger Gärten und das stille Blau/ zerfalner Himmel./ Tau aus tausend Tagend,/ die vielen Sommer, die die Sonnen sagen,/ und lauder frühlinge mit Glanz und Klagen/ wie viele Briefe einer jungen frau./ Du erbst die Herbiste, die wie Prunkgewänder/ in der Erinnnerung von Dichter liegen,/ und alle Winter, wie verwaiste Länder,/ scheinen sich leise an dich anzuschmiegen... (Y tú heredarás el verde/ de los parques antiguos y el tranquilo/ azul del cielo roto./ Rocío de mil días/ que dicen mucho sol, mucho verano,/ y primaveras de fulgor y queja/ como las cartas de una mujer joven./ Los otoños, como trajes de fiesta/ que guarda la memoria del poeta./ Y los inviernos, como tierras huérfanas,/ a estrechársete en torno vienen, suaves...) Que nos oigan, no importa. Que despierten todos. Que nos lancen los perros. Que vengan en tropel, con sus garrotes y fusiles. Que golpeen. Que disparen. Que nos maten.
A medianoche, el aroma de las trésjolie y los geranios del patio invadía la sala y, en perversa combinación con los efluvios del vino, era la perfecta excusa para que César Antonio, el tío bohemio, tomando su guitarra, dejara oír su voz nasal para deleitamos con una caprichosa selección de tangos, pasillos y milongas. Su versión de las canciones del Morocho del Abasto, entonadas, como debe ser, con la adecuada inflexión porteña y los píes convenientemente colocados, suscitaba la complicidad de Joachim Wassermann, quien, violín en mano, completaba aquel dueto de cuerdas y de voces. Y era entonces la hora del baile: Sarabel, mi madre, tomaba por el brazo a José Ramón, mi padre, y se dirigían al centro de la sala, en donde dibujaban filigranas sobre las volutas de la alfombra persa; Helena se dejaba llevar por Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine. Y nosotros, los tres hermanos, y nuestros amigos más queridos, Joe, Finita e Iván, apretujados, tratábamos de imitar con torpeza aquella danza maravillosa y enervante. Al final, exhaustos, todos acudían presurosos en búsqueda del vino y los canapés preparados por Sarabel, mí madre: buñuelos, arroz con coco, dulce de lechoza, tequeños, empanadas y pequeños trozos de queso rochefort, los preferidos por Joachim y Helena Wassermann, quienes los devoraban con un aire extraño y melancólico en su mirada.
Fue el queso rochefort (más que el vino de Baviera o los tabacos aromáticos) lo que indispuso a Helena, luego de la noche del concierto en el campo, cuando los guardias se hubieron retirado de la barraca Norte, después de decomisar casi toda la preciosa mercadería, y de golpear salvajemente a Joachim Wassermann y sus amigos, por alterar el orden e intentar violar las estrictas reglas disciplinarias. Con un ojo a la vinagreta y tres costillas rotas, trataba de auxiliar a su esposa, proporcionándole los casi inexistentes recursos de su mochila. A su lado, Franz dejaba oír su ronco respirar, René gemía adolorido y Jacob, con las dos piernas rotas, no podía levantarse para ayudarlo. Helena no quiso las cataplasmas, ni la infusión de bicarbonato de sodio, ni siquiera el té de hierbas quiero. Sólo tócame algo de Schumann, cualquier cosa... ¿No te rompieron el violín? Que pueda oírte. Toca suave, como sólo tú sabes hacerlo. Que me arrulle. Que me cure. Que me duerma.

Esa tarde, Alejandro, el primo comerciante, dueño del cine, trajo la noticia: había visto, en el Reporter Movietone, proyectado anoche en función intermediaria, cómo el ejército ruso, en una operación comando, había liberado a los sobrevivientes de Dachau, el campo de concentración de la Alta Baviera. Sólo cuarenta de los sesenta mil seres allí confinados pudieron ser rescatados. Los cuerpos sin vida de los demás se apilaban en literas y fosas comunes, en un dantesco espectáculo de muerte y exterminio. José Ramón, mi padre, sonrió tristemente, al comprobar lo que había leído días atrás en un número reciente de Le Monde, facilitado por el turco Farid: Joachim y Helena Wassermann integraban la lista de los aniquilados. Apuró sus pasos: comenzaba a llover y su gente lo esperaba para la velada. Porque, ahora estaba seguro, esta noche ocurrirá de nuevo.


*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)


*Julio Rafael Silva Sánchez (Tinaquillo, Cojedes 1947). Profesor y ensayista, ganador de los premios literarios “Enriqueta Arvelo Larriva” (1987) e IPASME (1988). Obra publicada: Cortazar: Instrucciones para el perseguidor (1989); Desarrollo de conductas y valores en adolescentes a través de la imagen del héroe (1989) y Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas (1992).

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