martes, 22 de noviembre de 2016

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (2): Elena, Lidia, Michelle, Milagros, Silvia, Sofía, Julia, Elvira, Amanda, Emilia y Susette


Imagen en el archivo de Dira Martínez Mendoza


ELENA (Tres escenas para comic japonés)
I
No te detengas. Imagina en el instante la espera, la llegada. La impaciencia de sus labios en ti.
Y luego adivina sus pasos: Tres en la escalera, dos al abrir la puerta. Sabes que no olvida la elegancia de sus años de ballet y al fin y al cabo que se ha decidido por el vestido verde, aquel que te deja entrever sus piernas lánguidas, delicadas.
Y saberla culpable de nada porque nada hay detrás, sólo el tiempo que se demora el sueño en alcanzarte, atmósfera y línea pura.

II
Furiosos los cuerpos se sudan recíprocamente en delicada proporción.
El empuje de uno es la búsqueda del otro, la nada interior de uno es la necesidad, la corporeidad del otro.
Sal sobre sal, escurren y transpiran. Se miden en dactilares espaciosos besos, en lacrimales fingidos aullidos, en lamidas manos, dedicadas ajenas espumas.
Es el misterio del amor: Perfectamente desconocido, perfectamente reducible a escenas y sobresaltos.

III
Amanecer juntos o no deja de ser dilema para hacerse una de las líneas en el tramado, la tinta, ya saben.
Páginas más, páginas menos, no hay un instante en que el amor no se nos haga tenue y lejano. Ninguno en que la línea de acontecimientos deje de parecer una madeja de desencuentros y acertijos.
Un beso al azar puede ser el postrero. Cada amorosa lágrima puede bien caer en su pecho, bien en su tumba.
Porque ¿Quién le ha dibujado en sus palabras hasta el hastío? ¿Quién si no la muerte, sedienta de piel hasta sus manos?

LIDIA
Tiene la firme convicción de que antes de hoy le ha visto y sin embargo percibe que igual se hubiese escondido. ¿Adónde y bajo que ahínco? —apunta mentalmente una frase tras otra, aunque sabe que las olvidará antes de llegar a la almohada que al fondo de su día es en realidad, el fin de sus apuntes. Se detiene a contar con los dedos los nombres y los besos, las palabras y los amaneceres, las ocasiones y los olvidos. Para todo le alcanzan sus dos manos y a ratos le sobran dedos, como miserias. Una larga letanía le apesadumbra el saldo restante e inmisericorde. Por el día menos pensado, anótame la angustia. Por las tardes remotas. Por las doncelleces perdidas que te frustró algún retraso. Por la mirada azul de los gatos. Por el espejo y la máscara del cuento de Borges.
Por el amor —jura Lidia— que siempre se escapa.

MICHELLE
Contar los clientes que faltan para un sueño. Mezclar y rebajar el ron y aún así, conservar suficiente amargura para sostenerse toda la noche. Adivinar entre los que llegan al que preferirá sus rizos pelirrojos y sus pecas —mortecinas bajo la luz tenue y el humo, deliciosas y sensuales una vez en la habitación. Hablar sin escucharse, bailar sin sentirse, reír sin adentrarse. Son las tareas sencillas que la rutina va creando y que el oficio impone desde tiempos inmemoriales.
Michelle vive la noche como una tamborileante película muda. Cualquiera percibe a la primera mirada que en sus dedos cortos se adivina un nombre que ya el resto de su piel ha olvidado, aún así, no deja de inquietar el parpadeo del cigarrillo insistente, cuya luz agota la concentración de la mirada.

MILAGROS
I
Viaja de un lado a otro detrás de la ventanilla del banco y la ridícula abertura circular que casi ahoga porque el aliento —la respiración— ni entra ni te palpa ni te siente.
Sólo la ves y sabes que viaja pero siempre inútilmente, atada a mil destinos a los que acaso no llegue con sus lunes fatigados, sus dedos manchados, billetes y números sin más forma que tal vez una, dos casas, la cirugía, tres negocios de su vida. El amor.
Y como un acertijo, la palabra que no adivinarás, el nombre que otro te dice, los sueños en los que se mezcla e irrumpe.
Milagros, tanta culpa.
Escríbela: Es lo único que podrías hacer sin pesadumbre o perjuicio para terceros.

II
Nadie sino tú haría una historia de amor a partir de tanta futilidad. Por Dios, sólo imagina todos los rostros, todas las manos que la buscan y no la saben. Afilado el corazón detrás de su doble cristal, no verá nunca la estrella, la paz en la tierra, mucho menos los hombres de buena voluntad.

III
Un día al salir la verás pasar, escribirás estas líneas que nunca leerá. La verás irse, tal vez tomarlo del brazo.
Imaginarás la culpa de tanta bofetada pero también la inocencia del dolor que no merece a tus ojos y que sin embargo justifica tanta deliciosa palidez
Al final, te consolarás diciendo que es así:
A cada sueño, le llega su pena.

SILVIA
Se esmeraba en el delicado círculo de rocío que había dejado su vaso en el mantel. Cuando levantó el rostro pude ver en su mirada la tristeza más profunda del mundo. Como si en su mirada se hubiesen concentrado todas las heridas, todas las soledades, todos los adioses, todos los silencios, todos los intentos fallidos y los fracasos reintentados, todos los escondites descubiertos, todos los años idos, los recuerdos borrados, los agradecimientos perdidos, los saludos equivocados, las sentencias sin resultado, las preguntas sin respuesta, todos los ojos tristes de todos los rostros tristes de todas las mujeres tristes en todas las noches tristes que puedan contarse en la más triste historia de amor.
Pero eso ya me lo esperaba. Porque desde siempre, Silvia había tenido en su mirada la tristeza más profunda del mundo.

SOFÍA
La carretera implacable fatiga su mirada desde de la ventanilla del autobús, a la manera de una película mexicana de allá de los 40’ o de esas vagas conversaciones de ancianos que se dilatan más que nada en comprobar que los recuerdos —vagos o esmerados, aún siguen en su sitio. A su lado, la niña dormida recupera en su cara tranquila los taciturnos rasgos de su padre, de quien apenas sabe que desgasta sus días y sus noches en un vano esfuerzo por pertenecer, una costumbre que no ha perdido y que es, a estas alturas, una actitud más bien patética y cansina.
Se ajusta ligeramente los lentes sobre la nariz que se humedece en la palabra pertenencia, y vuelve los ojos tristes cafés a la línea blanca que medra como un río al borde de la carretera. Intenta volver al sueño y no puede evitar pensar que viajar es a su vez, un patético y cansino esfuerzo de no pertenecer.

JULIA
Julia abre la puerta delantera del taxi y se asoma cauta al asiento de atrás, adelanta una pierna y se deja caer suavemente en el asiento sin mirar al conductor, que impasible, espera le indiquen el destino o la ruta. Frunce un poco los labios y entre los dientes, casi sin ganas, deja salir una dirección algo ubicua que sin embargo, le basta al rollizo y sudado chofer para arrancar sin demora. «Carmen no debería vivir tan lejos, cada vez me dan menos ganas de visitarla» piensa y se acomoda en la ergonómica butaca, como si en verdad el viaje se fuese a extender más allá de los habituales quince o veinte minutos que separan su calle de la pared adornada de hiedra y las oxidadas y caídas rejas en casa de la maestra jubilada, otrora compañera trabajo y ahora, habitual acompañante a la misa de los lunes en la pequeña capilla de José Gregorio Hernández, Siervo de Dios.
—Qué calor está haciendo hoy ¿verdad, señora?
Julia ni voltea al intento del chofer por mostrarse amable. Piensa que cada lunes, con cada chofer es lo mismo y que una vez le de cuerda, no parará su cháchara, innecesaria y baladí. Decide asentir con un gesto sin apartar la mirada de la calle, a ver si lo desanima.
—A lo mejor llueve esta noche, fíjese, ahora está claro, pero ese calor es de agua; intentó de nuevo el conductor.
—Aja, asintió casi imperturbable la anciana.
Viendo que no conseguirá mayor conversación, el chofer disimula con el radio y aparenta intercambiar frases ininteligibles con algún otro taxista. Julia en silencio sonríe por la salida del gordo y escarba en su monedero buscando los tres billetes enrolladitos de la tarifa.
—Tome señor, aquí es, gracias.
—A su orden señora, a su orden.
Dios lo acompañe dice Julia y cierra no sin alguna violencia la puerta. Escucha un vago amén antes de alejarse hacia la casa de Carmen y piensa por un momento que ha sido más bien insolente con el chofer. La próxima vez le sigo la corriente —se dice sonriendo, y empuja la pesada reja al tiempo que llama en voz alta.

ELVIRA
No me importa que Evaristo haya asegurado con febril vehemencia que Elvira «sonríe y en los espejeantes ojos no hay rastro de pena». Yo que conozco sus amaneceres puedo afirmar, por más alegría que nos haya deparado alguna noche de abril, su mirada llevaba la cuenta de todas las otras noches.

AMANDA
I
No has llegado amor —murmura apenas abriendo los ojos, para comprobar al fin que más que un sueño, es la cuarta o quinta mañana que Mauricio no despierta a su lado en lo que va de mes. Se sienta torvamente a meditar el siguiente minuto en blanco a la orilla de la cama. Las manos crispan los indistintos cuadros de la ajedrezada sábana y de un empujón se lanza al día, amargo y manchado de rabia desde el principio.

II
Mientras el agua para él sin azúcar hierve en la ollita piensa en lo bien que se le vería corriendo rostro abajo a Mauricio, liberándola así de la odiosa faz que llegará al mediodía, olorosa a mujer y a falsedad. Pensamientos libertarios del mismo tenor la embargan sucesivamente al tomar un cuchillo para cortar el pan, al sacudir una bolsa para la basura, estirar la cadena del perro al soltarlo a que haga lo suyo en el pequeño patio.
Hay días que se levanta de un optimismo que ni ella misma se reconoce.

EMILIA
Sabía contar las historias —oscuras como ríos en furia de barro, de leprosos en las ventanas y mujeres robadas con canciones. También rezaba Rosarios y creía ciegamente en las inútiles mitologías del amor.
Me enseñó las palabras duras del olvido y la alegre persistencia del recuerdo.
Me dijo una vez que las películas rancheras son buenas porque sólo hay héroes y villanos, damiselas y meretrices.
Pensaba que el mundo no era distinto porque era una muchacha de mil nueve veintitrés —apenas del 20 de noviembre. No supo nunca que el blanco y negro que le pintaban la voz y la moral a Jorge Negrete, no eran menos artificiales y ficticios que sus cuentos de aparecidos o el minucioso Dios de sus Rosarios.

SUSETTE
I
Dejar hacerse los días, dejar que vengan a ti. Permitir a la tarde otro brillo en tus ojos, abrir la brecha y luego la carne, abrir el pálpito, también la sangre.
Cada historia que intentes contar será entonces una búsqueda de olvido.
Amonedar en tres o cuatro frases una bendición o una desdicha, creer a ciegas que esas palabras han medido tu más anhelado sueño.
Luego sentarse a escribir: Intentar y multiplicar el hastío, falsificar la risa, las palabras ajenas que nunca tendrás, como el beso y la banalidad del tercer lunes de cada mes.
Dejas hacerse los días y vas haciendo un año, tal vez dos
¿Qué haces con ellos?
La semana pasada un libro, el año que viene un par de palabras.
¿Recuerdas aquel par de palabras?

II
Sacas el puñado de monedas y escarbas en busca del manojo de figuras que te permitirán la voz distante.
Detrás la mano contando el tiempo, apretando el destino de la propia mano.
Detrás el ojo arrugado adivinando a lo lejos aquellos besos que van frunciendo el labial que se difumina como las palabras íntimas, las miradas que se inventaron secretas
¿Qué es de ti?
— Nada excepto tiempo perdido.
— Nada después de las manos perdidas.
Preguntarás lo habitual y encontrarás lo que esperas. Intentarás el recuerdo y suspirarás el olvido.

III
Buscas lo que te une a péndulo de su tiempo, tal vez la canción que no has cantadlo.
Sueñera de aire mirarás con espejo la arruga, la pálida caricia ausente.es así, la necesidad del ven acá, el imbécil me voy que siempre busca un retorno a lo perdido.
Como en todos los adioses.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (Narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011)

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (3): Anaís, Elisa, Nancy, Sara, Deibi, Ophelia y Andrea

   
Imagen en el archivo de Ydalis Díaz 

ANAÍS
I
Nada puede ya causarte dolor. Tu cuerpo ha ido olvidando ese lujo. Incluso el pagado y no prometido placer es atisbo de pena, risa mendigada, medida de extrañeza.
Eres a escondidas inocente milagro que un día amanece de violeta, otro en espirales dorados.
Tan igual el encierro o la fruición de un abrazo.
Nada te es perplejidad pues la indiferencia sobresale y asombra cada gesto de tus dedos cortos, el sin fin de pecas, los ojos grises como la ojera, los tres anillos de indistinto material, el olor inconfundible de la tristeza.

II
Él tiene la mirada y el intento.
Fíjate bien: A la certeza del tercer trago dirá «ciertas» palabras y entonces permitirás «ciertas» caricias.
Nada de ello será desconocido ni mucho menos privado, secreto o motivo de angustia.
No es que la suerte sonría o que los dioses sean propicios.
Es cosa de olor o de billetes. Ya lo sabes: La procacidad del mundo, el necesario color local.
Adivina ahora el tiempo que enloquecerá tus olvidos:
Júralo en tu piel por las vírgenes de aquella iglesia donde fuiste todos y cada uno de los setecientos cuarenta y pico de domingos antes del domingo preciso en que tú misma, ya no eras una de ellas. Júralo por el ardor de su ausencia, no por el de la entrepierna la mañana después.
Míralo ir, míralo venir. Después fíjate en mí: Pobre entendido de verdades profanas y mentiras benditas.

III
Disfrutas el oficio: Es una ida y vuelta, un despecho que empieza al besar el primer labio y que se agota en el orto de un cuarto frío cuando lastimas la despedida con el inigualable volverás.
Inocente abril que vives del sueño ajeno, inocente voz que conoces mi pálpito íntimo. Espiral de sueño te iluminarás cada noche hasta agotar la cuota, hasta pagar el amanecer que no termina.
El de la vida.

ELISA
Desde mi sórdido destino puedo verte atisbar dentro de mí como en una mágica revelación de vastas nubes arreboladas al cuerpo.
Sé que eres parte de aquella misteriosa intuición de la ajenitud de la vida desde el inicio de un tiempo en el que mis pasos van atados a la medida de los tuyos.
¿Dónde estriba la pertenencia de todo este amasijo de ideas y ensoñaciones, si no es en mi propia perplejidad de apuntadora de pendejadas?
Este es el diario[1] de ese destino, si es que acaso soy su imagen y semejanza.
Pero también es la espalda de ayer, la contradicción de no ser ni tu ni yo sino un nosotros inventado de domingo a domingo, el esbozo de una historia cuyo argumento, falaz y tembloroso, forma parte de esa otredad constante, perturbadora, ineludible, que esta mañana, como las otras, no es más que el mal sabor de boca, la resaca después de tus besos.

NANCY
I
Todos tenemos una pesadilla pendiente que nos espera tumultuosa al fondo de la calle o al abrir la puerta —ya familiar— de la casa donde amas.
Tal vez sueñes sus detalles en un patio arcano que cuenta los años de un perro viejo, o en la espina que te saluda desde un limón nudoso como el corazón.

II
No es que debas vivir al borde del miedo cada vez que una mujer te olvida. Siempre habrá otra cuyo rostro apenas intuyes, y entonces justo despiertas a esa mirada que ya no es tuya y al dolor amargo la tarde después, en cualquier calle, en cualquier patio con limones.

SARA
Encontrarse con cualquiera que le hubiese conocido otra mirada y tener que rendir cuenta de las cosas perdidas, de las verdades cambiadas, maquillar un poco la mentira del día, o de la semana y seguir caminando aún con las preguntas en la frente.
—¿Sigues con Julio?
—No, ya no.
—¿Y donde andas ahora?
—Por ahí...
Y los pasos acortándose según el día se alarga, hasta hacerse leves, como en la memoria los besos.

DEIBI
I
Un aire frío tornasol amanecido acaricia la levedad del polvo bajo su puerta y ella se entretiene minuciosa en un mazo de cartas y una volátil espiral de recuerdos. Descalza, juega a hacerse nudos de tiempo, a hilar y destejer lo que ya no es.
La fragilidad de ese equilibrio se posa en el día que ya pesa apenas llegar.
Mira sus propias manos: Sus movimientos precisos, sus uñas sin pintar y el tiempo que flota en y desde ellas como proteica evanescencia hecha de días y abrazos distantes.
No sabría explicar desde cuando siente lo mismo ¿Un año, dos? ¿Toda una vida por más que el amanecer indistinto de un jueves?
Sólo tiene por certero augurio la magia de sus pies descalzos jugueteando al borde mismo de la luz tachonada de pasos y un juego de cartas que va desgajándose silencioso y lento y sensual.

II
Pero en su juego hechicero la esperanza nunca imagina que el minuto terminará antes del beso.
O que el tiempo nos despertará sin agua en el río, sin sombra al sol.
Y es que el amor no es oficio de sospechas ni de intuiciones.
Singladura de ave, intentas tocarla en la memoria y en los dedos tan sólo, el polvo de estrellas que flota hasta su puerta.
Tras los párpados crece abrupta esa ceniza y el adusto corazón aprende el olvido.

III
Quizás una mañana olorosa a horizontes descubras el arrebol pintado en la palma de su mano o el signo secreto que dibujaron tus ansias en su espalda, pero nadie ha de creer que alguna vez caminaste en su nombre y de las líneas de su frente
—Todos los árboles
—Todas las espadas
—Todas las copas
—Todas las monedas
de todas las cartas.

IV
Descubres al fin, que soñarla al azar de la baraja busca interpretarla como parte de un misterio cuyo fondo se alcanza mediante la continua evasión de ti mismo, bien por sí o por intervención de formas o percepciones, caricias, intenciones ajenas.
Buscas respuesta en los fragmentos de ella dispersos en otras gentes, en otras manos, labios distantes.
Buscas la figura, el talismán preciso.
Imaginas los detalles, sensaciones, improntas que habitan esas sombras que no van más allá de un rasgo, un gesto en la palidez perdida, que se saborea y se delata atroz como la ausencia.

OPHELIA
I
Esa noche podrían haberse jurado hasta la eternidad, como aquel 22 de enero.
Después de todo, la eternidad es un oficio que sólo se agradece escasos segundos antes de la palabra que en verdad te dolerá o te hará glorioso como una caricia al atardecer.
Le miras la camisita a rayas, el temblor en la mano y asumes que todo sobreviene como hecho o dibujado como en un guión o una secuencia repetida en la memoria, una más de las pesarosas naderías que no impiden el beso que los despide.

II
Ella vive una ilusión cuyo único y delicado sostén es la precariedad de dos o tres palabras cual tácita esperanza, la severidad de una búsqueda lapidaria y solitaria en su propia soledad. Luego François Villon, en una mala versión al viejo inglés de Milton, cuyo patetismo y sequedad se parecen tanto a su propia vida:
        (en voz muy queda)
        Farewell! from you my miseries
        Are more than now may be confessed,
        And most by thee have I been blessed

Y tras dar la vuelta al poema, el adiós breve y comedido no halla culpa ni extrañeza: Sólo el misericordioso sistema del despecho, vale decir, del desamor.

III
Sigue así: Se mira las manos entrando al minúsculo recinto y apenas levanta la tapa del inodoro, le asusta comprobar que por tercera vez en la semana el agua refleja un rostro que quizás no haría enternecer la sonrisa de sus padres.
Quita la tapa del jugo (duraznos, para variar) y vacía en ella el oscuro letal polvo que supone le salvará (creyente al fin) de cualquier herida de este lado del mundo.
Más atrás, un par de pastillas le previenen aquello que algún remordimiento le anuncia.

IV
¿Qué puedes olvidar entonces de sus olores, de los susurros de entrepierna, de la falda nunca vista que quizás al suspiro de la penosa imaginación se agitaba macilenta? ¿Cómo podría olvidar una mano haber bebido un instante de su mano, haber besado segundos en los dedos que fluyen lejos y se van sin conocer el amor, sin esperarlo?

V
Demasiado para una mañana de abril, mucho más para el espíritu y sin embargo ahí estaba: Perfecta de azul y azul casi en la mirada perdida y nada hubiera sido turbador, nada fuera de sitio o deslucido por los días y las malas palabras que siempre agobian las despedidas.
Pero su cadáver lánguido y hermoso parecía flotar como un lirio en el diminuto charco del baño escasas horas después que un antiguo poema le regalase un extraño sentido a todo. Y nada es lo mismo, cuando tanta mirada la ha visto indolente y tú te dispones a hacer apuntes en torno al brillo del agua en los bordes de su aún erizada y turgente piel de semivirgen ahogada.

ANDREA 
Cruza las líneas, abre la pierna al paso que no se dice.
— Usted me dirá, amigo mío, si la parte del Diablo ha sido echada.
Como Andrea, todos esperamos un intenso perfume, ninguno, la aspereza de esta ciudad. Pero al final del día, la tenue brisa del amor nos alcanza y nos arrulla inermes texto tras texto, palabra tras palabra.



[1] Diario de Elisa Martínez, Lunes, 15 de abril de 2006.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (2011) de Eduardo Mariño. Editado en Caracas por Monte Ávila Editores Latinoamericana

domingo, 13 de noviembre de 2016

Literatura Indígena de Venezuela. El Cazador de Venados / WANÜLÜ Y EL CHAMAN* (etnia Guajira)


Infantes de nuestras etnias 


EL CAZADOR DE VENADOS / WANÜLÜ Y EL CHAMAN*

EESHI WANEE olojui irama…
Es la historia de un cazador de venados.
Su mujer y su hija lo acompañaban siempre.
Ellas gritaban en la maleza para que salieran los venados.
El cazador esperaba más lejos, con sus flechas,
cerca del lugar de sus huellas.
Los venados pasaban siempre por el mismo camino;
su rastro quedaba marcado en el suelo.
Es allí donde los acechaba—.
Un día,
mientras que las mujeres gritaban para acercar a los venados,
el wanülü estaba allí, de pie,
esperándolos.
Estaba vestido de negro, totalmente negro.
Se parecía a un cazador,
pero era un wanülü.

—¡Kama! ¡Kama! ¡Kama!
—gritaba la niña para atraer a los venados.
Fue la primera en salir del monte.
Wanülü estaba allí, acechando.
Le lanzó una flecha.
Al mismo instante su padre, el cazador,
vio caer una cierva:
era su hija que había tomado para él la apariencia de una cierva.
El wanülü la había matado.
La mujer vino en seguida.
El wanülü la mató,
delante de su marido que esperaba a los venados.
Enseguida después,
la niña llegó a la vista de su padre.
Ella tropezó y cayó,
allí donde había sido flechada la cierva.
Luego partió. 
La madre vino en seguida.
Tropezó y cayó en el mismo lugar.
Partieron los tres a la casa.
Caminaban.
Las mujeres llevaban el fruto del cardón yosu.
Pero, al llegar,
El cazador no quiso comer.
Tenía miedo.
No estaba seguro de que el hombre que había visto                fuese un wanülü.
Habría podido ser un cazador, como él.
Pero ahora tenía dudas.
Cuando se había acercado a ese hombre,
había sentido una fuerza en su cuerpo,
había debido bajar la cabeza.
En seguida el hombre se había escondido
y no lo había vuelto a ver.
Fue entonces que su mujer y su hija habían llegado.
Y podía ser que no fuesen ya ellas mismas,
sino solamente su piel y su carne
que habían ido hasta su casa.
Primero la niña comenzó a sangrar.
Vomitó mucha sangre y cayó muerta.
En seguida después la madre escupió sangre,
luego murió.
El wanülü había matado a las dos mujeres.
El cazador las enterró en su casa,
como se hacía antes.
En seguida fue a ver a un adivino,
un guajiro muy sabio,
que también era chamán.

 —Vengo a verte, abuelo,
para que adivines lo que me ocurre.
Mi mujer está muerta, mi hija está muerta,
¡me vuelvo loco!
El cazador le dio un pendiente de oro,
aguardiente y una mula,
como pago de la adivinación.
—¡La cosa va mal!
Se trata de un wanülü feroz.
Tú mismo has visto lo que ha pasado:
wanülü las ha matado delante de ti.
Las has visto caer.
Habrías podido flecharlo inmediatamente después.
Ahora estaría muerto.
—Yo creía que era una persona
—dijo el cazador.
Cuando el chamán hubo adivinado,
partieron donde el cazador,
donde estaban enterradas las dos muertas.
Allí, el viejo se puso a adivinar una vez más.
A la caída de la noche, se fueron.
Caminaron mucho tiempo.
A la mañana siguiente,
llegaron cerca del lugar donde estaba el wanülü.
Ya era mediodía.
—¡Vive aquí! Estamos muy cerca de él
—dijo el chamán, que también era adivino.
El wanülü estaba en un tronco de árbol.
Éste era muy espeso,
pero en la cima tenía un hueco.
El wanülü estaba allí.
—¡Quédate allí!
—dijo el chamán l marido de la muerta.
Se dirigió hacia el árbol.
Tenía un machete con el que golpeó al tronco.
—¡Allí está! Está dormido. ¡Ronca!
Era mediodía.
—¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!...
El wanülü roncaba muy fuerte.
El chamán volvió a golpear el tronco.
—¡Presta atención! ¡Mata todo lo que salga!
¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!...
El wanülü dormía.
¡De pronto, un zamuro voló!
El cazador lo flechó y lo mató.
¡Pshuit!, fue a caer muy lejos.
Los dos hombres partieron corriendo.
—¡Voy a adivinar de nuevo!
—dijo el chamán cuando estuvieron muy lejos.
—Tiene todavía su mujer —dijo—.
¡Ella es feroz!
¡Ella se acerca a nosotros!
¡Mátala, sea cual sea su apariencia!
La mujer del wanülü se acercaba.
Apareció
bajo la forma de una zorra que venía de parir.
Se veía colgarle las mamas.
El cazador la mató enseguida.
—¿Y los zorritos? —pregunto.
—¡Déjalos en su hueco!
No vale la pena quemarlos,
¡morirán de hambre!
—dijo el adivino.
—¿A qué se parece lo que hemos matado?,
—se preguntaron más tarde.
En lugar de la zorra,
encontraron una gran serpiente blanca de puntos negros
llamada kasiwanou.
—Vamos a ver el lugar donde hemos matado a su                  marido.
Allí encontrarían a un sarulu, una boa.
Más tarde,
allí donde la madre y la hija habían sido enterradas,
salieron iguanas, serpientes de todas clases,
retoños de las dos mujeres tomadas por wanülü:
süchon wayuu saapain wanülü.
Todos los días,
salían de sus tumbas.

—TE HE DICHO, alijuna,
los wanülü son muy feroces,
y cuando se les encuentra
es difícil poderles escapar.
Conozco sin embargo a un pastor,
que fue más rápido que wanülü…

Relato de Saalachon Aapüshana, alias Luis González, contado el 1° de febrero de 1970. Saalachon es un pescador de unos cincuenta años aproximadamente; habita  en Pararu, Guajira venezolana. Texto tomado de "El camio de los indios muertos" de Michel Perrin, Editado por Monte Ávila Editores Latinoamericana (Caracas, 2006).