martes, 28 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (29) Varios autores

Niña llanera. Archivo de Yajaira Espinoza


LA LLORONA
 (Mercedes Franco)
Con sus desgarradores lamentos interrumpe el silencio nocturno, en los más apartados pueblos de Venezuela. Cuenta la leyenda más conocida que la Llorona era una mujer española. Vivió durante la Colonia en un pueblo y tuvo varios hijos indígenas. Sus hermanos se enfurecieron al descubrir tal aberración. Debemos recordar que para entonces se decía que los indígenas no poseían alma. Eran considerados animales, seres inferiores, de origen diabólico.
Los hermanos de aquella dama mataron a sus hijos, y la casaron con un español. Pero la pobre mujer enloqueció y se escapaba en las noches de su casa. Vagaba por los campos sueltos el largo pelo, en una amplia bata de noche, llorando y lamentándose tristemente por la muerte de sus hijos. Los campesinos se santiguaban al oírla. Al poco tiempo murió de pena, pero los campesinos aun la escuchaban. Y aún la oyen y algunos hasta la han visto pasar arrastrando el peso de su tristeza, por los campos de Venezuela.



LLUVIAS EXTRAÑAS
 (Mercedes Franco)
En muchos pueblos de Venezuela se habla de lluvias extrañas. Se dice que un día llovieron piedras en San Mateo, estado Anzoátegui. Y en Santa Fe, en el estado Sucre, llovieron  un día pequeños pájaros amarillos.


LLUVIA CON SOL 
(Mercedes Franco)
En Venezuela se cree que cuando llueve con sol, el diablo y su mujer pelean por su cachimbo, es decir, por su vieja pipa.



MADRE DE LA NOCHE 
(Mercedes Franco)
Una noche, un grupo de muchachos excursionistas se detuvieron frente a una bodeguita de pueblo, cerca de Mérida, para proveerse de refrescos y algunos alimentos. Querían conocer el parque Sierra de la Culata y pensaban pasar la noche allí en el páramo. Mientras comían, oyeron que un campesino les explicaba a otros las razones de su tardanza. Aseguraba haber sentido la presencia de la Madre de la Noche, un espíritu nocturno, elusivo, cuyo rostro no se mostraba nunca. Según el relato, la Madre de la Noche se limita a confundir a los viajeros, sobre todo si transmitan después de anochecer. Bajo un misterioso influjo todas las cosas cambian, de una forma extraña y sobrenatural.
Los muchachos no le dieron mucho crédito a aquel relato y prosiguieron su camino. Acamparon en la Sierra  de la Culata. Encendieron una hoguera y armaron una tienda de campaña.
Dos  permanecieron dentro de la tienda y otros  dos conversaban escuchando música. De pronto el fuego se apagó. Trataron de encenderlo nuevamente y no pudieron. Entonces entraron a la tienda para pedir ayuda a los amigos, pero estaban allí.
Alarmados al no encontrarlos comenzaron a caminar, llamándolos a gritos. De pronto se encontraron en un lugar extraño, desconocido. Extraño pájaros negros los observaban posados en grandes árboles. Resbalaron y cayeron rodando por un pedregal. Cuando se levantaron estaban en su campamento. El fuego estaba encendido y sus amigos estaban allí. No habían salido de su carpa, según les dijeron. Al amanecer se fueran de allí, convencidos de estar en los dominios de la “Madre de la Noche”.



LA LEYENDA DEL FAUSTO DE LOS LLANOS 
(Lisandro Alvarado)
El curioso viajero al inspeccionar la vieja iglesia de Barinas, encontrará una fachada ennegrecida, muy mediana, sin torre alguna. El edificio es bajo y tosco; y así fue siempre. No guardo proporción, seguramente, con las espaciosas casas que se fabricaron los colonos españoles, de las cuales hoy sólo quedan escombros o nada…Recorriendo después las solitarias calles de la población, se descubren no lejos, hacia el Norte, las ruinas de lo que fue la casa del Marqués.
Estaba hecha de ladrillo y piedra granítica redondeada y lisa, de la misma que hace rodar el impetuoso río entre sus ondas… Pedazos de arcos o capiteles yacen por tierra, y la hierba domina las cornisas, mientras que acá y allá hoyos cavados en el barroso pavimento señalan el paso de los que allí esperaban sacar tesoros enterrados.
¿Incendió, como se dice, el edificio el fuego de los realistas? ¿Convirtieron los republícanos las rejas de las ventanas en lanzas para su caballería ligera? ¿Cuándo comenzó, pues, la caída de aquella mansión, de que todavía se descubre vida a los comienzos del siglo XIX?
Hay sobre esto una crónica y una leyenda extraña, que parece invención de algún fraile español:
Averiguóse un día que desde las fronteras de la Capitanía hacían guerra un puñado de valientes. Bajaban de las montañas como avenidas de las quebradas y torrentes. Horribles historias. Para esto, los insurgentes estaban ya encima, y traían consigo una novedad: no daban a nadie cuartel. Esta consigna era, desgraciadamente, la pura verdad.
La solariega casa ahora se mantenía triste y lóbrega: el Marqués estaba a dos jornadas de los suyos. Con los insurgentes venía uno de sus hijos, porque de pronto se vio al mancebo subir al mirador de la casa y encararse un catalejo, y pasear su vista sobre las afueras de la ciudad.
Alcanzólos a orillas de un caño que a cosa de seis millas atraviesa el camino, y allí cometió una acción fea: sin otorgarle perdón, mató al monje, a quien encontró de rodillas. Los demás escaparon. La guerra siguió, y el hecho casi  se olvidó; pero desde entonces, y aquí ya comienza la leyenda, un aliento mortífero se cierne sobre aquellas hermosas regiones. Barinas se muere.
El caño que presenció el superfluo sacrificio se llenó al punto de sangre, y desde entonces mana agua sin cesar. Había además un antecedente espeluznante.
Partiendo por el camino del Nordeste, y andando veinticuatro millas al pie de los cerros que quedan a la izquierda, está una dilatada sabana que baja en suave declive hacia el Sudeste. Allí pastan rebaños de ganado libremente, o el pastor receloso que ojea a caballo entre las tupidas gramíneas. Después sigue un bosque espeso, habitación del solitario jaguar, y detrás del bosque, el rio. Estas eran las tierras del Marqués.
Abriéndose paso entre collados y montes sale bramando el Chorroco, y se arrastra enfurecido y frio durante la estación de las lluvias, agitando su lomo rugoso y negruzco, en el que se aprecian escamas de acero. El dragón se traga de vez en cuando un caminante que confiado intenta atravesarlo.
Allí hay pozos encantados. Los pescadores han arrojado dinamita para matar peces, y después de la explosión han visto con espanto el agua tinta en sangre. Dentro del bosque se ha formado una laguna que apenas deja sobre el nivel del agua las hojas de una mapora altísima, sobre la cual aparece en ocasiones una guaca, encantada sin duda.
Pues bien, el señor de aquellos lugares debía tener pactos con el Diablo. Su mula de silla mostraba un cuerno en la frente… Solía ensillarla y salía de la ciudad, y caminaba cincuenta millas en el unicornio antes que acabara de fumarse un cigarro del afamado Canasta.
En ese bosque, se encuentran las ruinas de la hacienda, cuya casa, grande y lujosa, era también de mampostería. El campesino sabe cómo fue levantado ese edificio, en la construcción del cual nadie logró ver obreros, ni alarife, ni albañil. Estos, en efecto, emprendían su labor en las sombras de la noche; y todo, todo lo hicieron así, hasta los pretiles de piedra que cercaban la hacienda.
La puerta de varas no la concluyeron ellos, ni el Marqués mismo atravesó las vigas en los agujeros de las jambas. Aquella gente no osaba hacer así la señal de la cruz. Del edifico, que aún era habitado a mediados del siglo XIX, quedan pocos vestigios. Calderos de bronce hay arrojados acá y allá, ensotados entre la maleza: uno de ellos de porte descomunal quedó vuelto sobre sí; y ni el cura, ni las tropas que por allí han pasado, lograron voltearlo ni moverlo. Está encantado.
Así explica, ¡oh buen lector!, lo sociología del campesino barinés la decadencia y ruina de aquellas renombradas comarcas.



LOS FALSOS LÍMITES DEL ABISMO 
(Jesús Enrique Guédez)
En su vejez sola, solamente en compañía de los recuerdos, está acostumbrándose a soportar los días que le faltan por vivir, con la mirada desposeída en ausencia sin compromisos; porque su padre, que tendía cercas de alambre en las extensiones de las sabanas, le aconsejó que viera lejos cuando fuera vieja.
A esta edad se pasa breve la mañana entre los soplos de hacer el café, regar las matas y darle el maíz a las gallinas; se le pasa el terco mediodía, embarcación contra la corriente, lento casi al final, a la hora infortunada para morir con los zamuros mirando a plomada desde el cielo.
Ella tuvo la suerte de vivir este otro día demorándose impasible en la brisa que ronda los árboles, cruza caminos y viene a acariciarle la cara con los aires del exorcismo, justo a la hora que le toca vivir diariamente las vísperas de los adioses, para entregarse ella sola, personal, a la muerte del sueño.
Ella establecida en las fronteras únicas de ella, sentada sola contemplando la luz que se corta con las tinieblas de la tarde acercando el horizonte a la sabana; ella a oscuras encegueciéndose con los últimos resplandores del paisaje, ella viendo la sabana donde su padre, peón de cercas, hace simulaciones de trabajo levantando botalones, tendiendo hilos de alambre, para desaparecer en los falsos límites del abismo.
—Yo veo esas lejanías allá (y alzó las manos a la altura de los ojos) hasta cuando yo era niña, y siento alegría con esas visiones que aprendí de mi padre; porque mi padre siempre fue peón de cercas y un día se fue a tender líneas de alambre y se perdió por esas sabanas, extraviado, huido, desmemoriado de su hija, digo yo, o quizás esa fue su manera particular de hundirse en el abismo.



DESPUÉS SUPE QUE LAS FRAMBUESAS 
SE PARECÍAN A LA BRASA  (Ramón Lameda)
En el aire, había un amargo desfile de pájaros incendiados. En la tierra, las gallinas parecían pelotas de fuego. En el patio, mi madre barría con la cabellera incendiada. Una mota de fuego salía por la cola del caballo.  Mientras, papá que todo lo incendiaba, me abría la barriga y me la rellenaba con brasas de frambuesa.



EL SUEÑO Y LA VIGILIA 
(Gabriel Jiménez Emán)
Había confundido la vigilia tanto con el sueño que antes de acostarse clavaba con un alfiler cerca de su cama un papelito que decía: “Recordar que mañana debo levantarme temprano”.


BUENA NUEVA 
(Enrique Plata Ramírez)
Una lluviosa mañana de inicios de la primavera de 1342, Rodericus, el burgundio, salió a conquistar el mundo. A finales de otoño de 1345, luego de arrasar y saquear a media Europa; de violar decenas de mujeres y asesinar cientos de hombres, Rodericus, cansado y victorioso, regresó a casa. Su mujer, jubilosa, sin poder ocultar el placer de aquel regreso, salió a recibirlo dándole buenas nuevas:
¡Mi señor! ¡Mi Señor! ¡Debo informarte que nuestro hijo cumplió ayer su primer año!



AUGE Y CAÍDA DE UNA AVEYEURISTA 
(Armando José Sequera)
En los últimos años, su obsesión era ver bañándose a las mujeres. Cuando nos mudamos a esa pensión donde los baños eran comunes, Nano se metía en un cuartico que quedaba pared con pared de los baños. Ahí miraba a las mujeres que se iban a bañar o a hacer sus necesidades, a través de varios agujeros que el mismo había hecho. Un día los descubrieron y la reclamación fue de tal nivel que nos tuvimos que mudar. Donde fuimos, vivían dos muchachas y Nano se enamoró de una de ellas, con tanta pasión que empezó a buscar la manera de verla en el baño y descubrió que, desde la azotea del edificio de enfrente, tenía una visión inmejorable. Una noche, estando ahí, mientras miraba a la chica que se estaba bañando, lo encontró una mujer que fue a tender la ropa. Como, al parecer, en ese momento él estaba buscando un mejor ángulo, apenas vio a la mujer, se asustó, y del susto se soltó y se cayó. Ese edificio tiene catorce pisos y Nano quedó vuelto papilla sobre el techo de un carro, como en las películas.


BLANCANIEVES 
(José Adames)
Blanca de Las Nieves me  odia. Por ejemplo, me dice frecuentemente que por qué la sigo cuando va al río.
Yo, yo la sigo siguiendo sigilosamente sin embargo. Y sigo sospechando que Blanca de Las Nieves me odia nada más que por ser el más pequeño de todos nosotros siete.


LA VISITA 
(Orlando González Moreno)
Se llamaba Rosa. Murió un 30 de Junio. Me vino a visitar luego de concluir las treinta misas que le mandé a hacer. Tomó de mi mano y me condujo hasta el patio lleno de rosas azules. Cuando la vi me hizo elevar por los aires para que yo fuera a visitar al cielo.


RUTILIO
 (Eduardo Sanoja)
Los males y los sufrimientos que pueden padecer los seres humanos son tan variados como seres hay. Sin embargo, es justo reconocer que unos son más llevaderos que otros, pero al mismo tiempo no debemos erigirnos en jueces de asunto tan delicado magnificando o minimizando los males ajenos. Cada quien es juez absoluto de su dolor.
Cuando escribo estas reflexiones estoy pensando en Rutilio y su extraño quebranto. Estaba cercano él a los 40 cuando se le empezaron a abrir las cicatrices. Es increíble la cantidad de cicatrices que puede tener una persona que haya andado normalmente por la vida, quiero decir, que no haya vivido enclaustrado por temores, con exceso de ciudadanos.
De tanto abrírsele el cuero, fue tomando un aspecto algo repulsivo, lo cual hizo que se aislara en la casucha que tiene en el cerro, apartado del pueblo. Fui a verlo. Era un Rutilio anciano que recibía a sus pocos visitantes envuelto casi totalmente con una sábana.
Conversamos largamente acerca de muchos temas y por último me atreví a tocarle el punto de sus heridas reabiertas. Eran innumerables. Pedradas, cortadas, raspones, operaciones. Pequeñas y grandes. Decenas. Rojas. Abiertas.
-Te voy a enseñar – me dijo- la más vieja de mis cicatrices. Solo la enseño a quienes me han visto las otras sin sentir asco. Es la misma primera cicatriz que tiene todo ser humano. Dicho esto, dejó caer totalmente la sábana.
-Asómate- ordenó, señalando el abdomen con el pulgar derecho.
Acerqué mi cara a su cuerpo y coloqué mi ojo derecho en su ombligo. Fue una sensación indescriptible. Era el todo y era la nada. Vi a través de Rutilio toda la historia de todos los hombres y al dios de cada dios y cómo la suma de todos los dioses daba cero. Vi microbios y planetas lejanos y desconocidos. Vi al universo entero. Los instantes y los siglos se hicieron uno solo…
Guardé un largo silencio. Luego me despedí del viejo y no lo vi más nunca. A partir de ese día vivo la sensación de tener toda la memoria de vida en el ombligo.


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