martes, 5 de noviembre de 2013

Era un gigante taciturno y brutal (Enrique Bernardo Núñez)

Detalle de obra en el archivo de Omar Borrero



LA PERLA (Enrique Bernardo Nuñez)

Fucho Carvi salió del rancho llevando de la mano a su hijo Nico, de siete años. Nico trataba de contener su llanto y volvía su rostro hacia el hogar donde columbraba sombras presurosas. Con trabajo seguía a Fucho que marcaba a grandes pasos por aquel arenal cubierto a trechos de cardones. Toda la decoración del mar y el cielo desaparecía rápidamente a sus ojos.
Los tripulantes de la “María Galante” se adormecían mecidos por la brisa del anochecer. Al ver a Fucho se sorprendieron, pero al notar su rostro descompuesto, callaron. Los hombres maniobran maquinalmente. Alzaron las velas y en breve la “María Galante” se deslizó por el mar en calma.
Los hombres fueron tendiéndose sobre lonas, encima de las barricas y sacos de conchas. El más joven, con la cabeza apoyada en las manos canturreaba uno de esos aires simples de leyenda. Nico sollozó largo rato y acabó por dormirse. En tanto, Fucho, tumbado cerca de popa contemplaba el cielo del cual caía un resplandor sereno. Como hacia frío se levantó y abrigó al niño. Era un gigante taciturno y brutal. Cuando les cogía la tormenta su voz era suficiente para inspirar confianza y alivio. Tenía una miseria soberbia de la cual el mismo no se daba cuenta. Habían sacado perlas como para enriquecer a un lugar entero, pero todas pasaban a manos de fabricantes poderosos por un valor irrisorio.  Ahora, después de lo sucedido, ambicionaba hallar una sola, esplendida, que le permitiera descansar y comprarle a Nico un hermoso barco.
Fucho se dirigió a los caños del Orinoco. Allí varó su embarcación, y dijo que volvería a Margarita en el año siguiente. Volvió después de tres años, al abrirse la pesca y se enganchó con su bote en el tren de un comerciante. Durante la estación de pesca pereció su hijo Nico. Acopiaron buena cantidad de perlas, en la cual todos tenían parte. Pero el patrón no halló comprador y tuvieron de irse hasta La Guaira, en Caracas, tampoco pudieron colocar las perlas; el patrón quería venderlas al mejor precio. Tenían un millón y no hallaban como repartirse el dinero. Fue preciso pedir a cuenta con un interés crecido una tarde, en Guanta, encontró a uno de su aldea. Le dio informe de todos.
Su mujer que él dejara por muerta, después de la espantosa escena, la tarde que regresó de Costa Rica, había parido un hijo. En cuanto a Lencho, se había ido el año antes al Ecuador. “algún día nos veremos la cara” ­­–– se limitó a decir Funcho, disimulando su ira.
Siguieron después a Barranquilla. El viaje resultó útil. En Curazao el patrón resolvió empeñar las perlas en un banco para darle dinero y seguir, él a Europa a negociar el resto. Entonces se dispusieron a regresar a Margarita, con otros que volvían del extranjero. Entre estos estaba Lencho, a quien Fucho le ofreció su barco. Eran viejos amigos y lo pasado, pasado, afirma Fucho.
A los tres días de navegación cesó el viento. La “María Galante” permanecía inmóvil, en alta mar, con todas sus velas desplegadas. Los tripulantes soñaban con sus aldeas arenosas, con sus ranchos donde pasaban los días tumbados en la hamaca, evocando las aventuras del mar mientras la mujer tejía cerca de ellos, o iba a buscar agua por tierras tostadas, a mucha distancia.
Jugaban a los dados o referían historias. El mar, si, tenía sus misterios. Alguno aseguraba haber visto cierta noche alejarse una sombra tan vaga que parecía un fantasma. Otro enredado entre las algas había sentido el contacto de una cosa blanda: estaba sobre el cadáver de un buzo, arrastrado tal vez por una manta. En los países submarinos caía una luz sombría. Había bosques petrificados, grutas dibujadas de manera confusa, cubiertas de algas gigantescas, que eran guaridas tétricas. Otras veces sostenían con los monstruos batallas feroces. Ninguno como ellos para sacar lances, desafiar las envestidas y lanzarse desnudos al agua.
Comenzaban a impacientarse, y su inquietud aumentaban al ponerse el sol. Se observaban en silencio, recelando unos de otros. Las provisiones eran escasas.  Imploraba a la Virgen del Valle con plegarias furtivas. Le ofrecían perlas, la primera que hallare. La Virgen tenía para bordar un manto, formar rosarios, collares o hacer una corona de flores contrahecha de perlas.
El mar, para ellos, era únicamente un criadero de perlas, un jardín de gemas en buscas de ellas iban a las costas más lejanas, apiñados en embarcaciones ligeras, a la Guajira, al Ecuador, a Costa Rica. La conocían todas: las redondas de blancura mate que dan de improviso destellos irisados; las menudas que brillan como arenas al sol, transparente, doradas, luminosas; las de forma extrañas y las negras que dan un esplendor tenebroso. La perla era una obsesión. Con los ojos entornados pensaban en las más bellas que habían visto alguna vez, en sus manos, semejantes a una sonrisa de mujer.
La noche aquella jugaban Fucho y Lencho. El primero había ganado una gruesa suma. De pronto Lencho manifestó indignado. ¿Acaso le engañaba Fucho?
Carvi le miró fijamente obedientes a un mismo impulso, sacaron sus cuchillos. Al primer momento Lencho quiso arrepentirse:
-Tengo dinero, Fucho, podemos arreglar esto –dijo en voz  baja.
Fucho le atacó sin responder. Forcejearon y estuvieron a punto de caer al agua. Lencho logró desasirse, saltaba con agilidad increíble. Con el ruido los demás comenzaron a despertarse y adormilados presenciaban la lucha. Cerca de la popa, Fucho le dio alcance, clavándole el cuchillo. Lencho dio un gemido y se desplomó a estribor. Se revolvía con desesperación. Después fue aquietándose y el estertor terminó por extinguirse. El resto de la noche la pasaron silenciosos. Al amanecer la “María Galante” se estremeció. Una brisa fuerte hinchaba sus velas. Amarraron al cadáver sacos repletos de cosas pesadas y le arrojaron al agua. Fucho les tiró un pañuelo de dinero y les ordenó repartirse el de Lencho.
–Ea, muchachos, a lavar esto –les gritó batiendo las manos. Limpiaron las manchas de sangre. La “María Galante” resplandecía y se secaba al sol como un pájaro. Iban con viento magnifico. Una mañana después de cinco días, aparecieron a sus ojos las playas todavía indecisas de Margarita. Nadie se acordaba de lo sucedido y la vista de la isla les hacía olvidar todo.
Fucho se fue a Río Hacha donde se estableció. Los años pasaban y al fin determino su regreso para la fiesta del Valle.
La multitud, cubierta de sombrero de paja semejaba una procesión de antiguos suplicantes. Al templo era imposible la entrada. A ratos había un movimiento a la puerta para dar pasos a un penitente. Entraban de rodillas o braceando como si nadaran. Los altos pendones azules barrían el polvo de la plaza. Salieron las cruces de plata y, por fin, en medio de un grito de alegría, la Virgen entre mil Hachones, abrumada por la corona que el sol convertía en un reflejo del poniente. El obispo iba con su mitra resplandeciente y su áureo cayado. A su paso se alzaba un rumor hostil, amenazantes, porque se aseguraba que se pretendía llevarse la imagen a su Catedral. La procesión dio la vuelta a la plaza, donde llameaban centenares de antorchas. Delante de la Virgen iba un cuadro bordado en perlas, en el cual cada una refiere un portento. Cuando la procesión regresaba, los vitrales encendidos daban un aspecto fantástico al templo que resonaba con los cánticos y las plegarias. Entonces un hombre manco hendió la muchedumbre y con trabajo fue a depositar al pie de la imagen una perla maravillosa. Toda su vida. Al punto fue reconocido:
–Es Fucho Carvi, de Boca del Río– afirmaban.
Cuando salió, la plaza ardía como un ascua. La muchedumbre ebria, loca, bebía y danzaba junto a otros peregrinos arrodillados.
En todas las cantinas hubo de beber con muchos que deseaban festejar su regreso. Encanecido, con una manga vacía, era un ejemplar de vejez magnifica. Un tiburón le había arrancado el brazo izquierdo: cuando le participaban que la pesca se abriría próximamente y que en esto tenía parte la alegría del pueblo, movía la cabeza con cierta amargura. Ya no volvería más a las expediciones.
Se retiró a Boca del Río.  Después de comer su pescado se tendía en la plaza a dormir plácidamente y por encima de su cuerpo pasaban los cangrejos y los caracoles. Rápidamente  fue haciéndose viejísimo. Permanecía inmóvil horas enteras, contemplando el mar. Una tarde se quedó muerto viendo una estrella parecida a una perla enorme que rodaba por el horizonte. La gente vio con asombro que el gigante taciturno sonreía por primera vez.

(*)Transcripción del texto publicado en: Relatos venezolanos del siglo XX (1989), compilación de Gabriel Jiménez Emán que publicara la Biblioteca Ayacucho en la ciudad de Caracas.

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