martes, 30 de abril de 2013

El Pirómano y El Color Sepia (cuentos de Pedro José Pisanu)


Imagen en el archivo de Fernando Parra 




EL PIRÓMANO
A mí mismo, el ser más ardiente
que he conocido, el único capaz
de comprender mis ansias de fuego

Inspirado fuertemente por películas de tendencias incendiarias como Lo Que El Viento se Llevó, Al Rojo Vivo, Infierno en La Torre y Fahrenheint 451, salí con grandes deseos de imitar todo lo visto en la pantalla. Nadie imaginaría el delirio gozoso que me produjo ver arder y destruirse la biblioteca medieval de una abadía en El Nombre de la Rosa.
Mis ansias de pirómano disoluto se desataron de una manera incontenible. Empecé por quemar los pocos libros que tenía, porque yo odiaba los libros y en especial la literatura por encontrarla sosa, aburrida, meningítica y en algunos casos hasta oligofrénica. 
Mi historial clínico como pirómano se remontaba a una infancia llena de fuegos inocentes. Conocí la existencia del fuego por intermedio de un tío degenerado que tuve, llamado Prometeo. Me regaló un encendedor con el cual me inicié quemándole un vestido a una muñeca de mi hermana. Posteriormente incendié la muñeca como ritual de sacrificio a uno de esos dioses infantiles que inventé.
El odio que le tomé a las letras tuvo raíces distintas. Ya a los cinco años fumaba cigarrillos, con ellos quemaba libros, juguetes y hasta un hábito de monja. La  maestra como típica neurótica me regañaba constantemente por no distinguir la “o” de la “i”, eso duró hasta el día en que cansado de su mal carácter decidí quemarla en presencia de los demás niños.
Desde ese día la Educación cambió sus concepciones dictatoriales y pasó a ser liberadora para sonrisa de Paulo Freire.
A pesar de esos cambios mis notas seguían estancadas en cero, por lo que mi primer acto de lucidez fue quemar el boletín de calificaciones. Después de ese acto patriótico de mi parte quemé los libros de primeras lecturas por considerarlas decadentes y poco imaginativas. Mi mal tenía sus raíces en sus antepasados, de eso no tenía la mejor duda. Mi madre tenía por costumbre dejar quemar los alimentos. Mi padre en sus días de revolucionario quemaba cauchos y  de vez en cuando uno que otro autobús. Más tarde le dio por quemar taxis y taxistas por el desmesurado rencor que les tenía debido a sus abusivos cobros. Entró en una fase internacionalista, en ese entonces comenzó a robar banderas a las embajadas y quemarlas en actos de protesta.
Mis antepasados eran terribles, cuentan que ellos fueron quienes quemaron la Biblioteca de Alejandría por no saber leer. Dicen que Atila también pertenece al tronco de nuestra familia. Quemó ciudades enteras con la excusa de tener frío o que detestaba ciertos diseños arquitectónicos. La familia es grande. Muchos miembros participaron dentro de las juventudes hitlerianas haciendo piras públicas de libros. Luego les dio por quemar judíos, ellos eran así, se entusiasmaban con algo y luego se aburrían y buscaban otras cosas que quemar. Mi tío Juan ignitólogo, se dedicó al atletismo con la intención de llevar la antorcha olímpica hasta un reactor atómico para ver lo que pasaba. Pero jamás le dieron la oportunidad de hacerlo por lo que en venganza quemó una delegación deportiva completa en los juegos interterroristas llevados a cabo en Libia.
Mi niñez fue una etapa de grandes incendios. A los diez entre en mi fase experimentalista, achicharrando vivas gallinas de la casa con gruesas lupas. Luego fue la cola del gato. Mi primer trabajo contra los libros fue quemar Don Quijote de la Mancha, página por página, a la vez que lo iba leyendo y haciéndome la firme idea de lo mediocre que fue Cervantes como escritor. Después incendié La Divina Comedia. Transcurrió bastante tiempo y el número de libros incinerados aumento. Por mis manos de incendiario pasaron El Decamerón, El Discurso del Método, las obras completas de Shakespeare, las de Lope de Vega, de Moliere, de Corneille, de Sor Juana Inés de la Cruz y otros tantos que chamuscan mi débil memoria.
Ahorré durante meses, trabajando como incinerador de basura del Aseo Urbano. El trabajo no me parecía nada interesante, sobre todo porque el quemar la basura no tiene mérito, no así quemar artefactos nuevos y muy caros. Con los ahorros de este cruel trabajo me compré un lanzallamas de segunda mano y me dediqué a quemar cines con todo y espectadores, desde ese día veía películas solo Fahrenheint 451 me inspiró para utilizar mi lanzallamas quemando todas las bibliotecas del mundo, una a una fui incendiándolas hasta que solo quedó una. Esta noche se reunirán para un taller mecánico de versos y de prosas descompuestas o algo así por el estilo. Entraré disfrazado como el director de la biblioteca de pirómano confundido.

EL COLOR SEPIA
El viento se pasea por la calle, azotando con furia las ventanas y las puertas de madera roídas por el tiempo. Una de las puertas se abre violentamente y una marea de polvo se levanta del suelo y de los viejos muebles de cuero. El recinto está invadido de telarañas y larvas que conviven entre las ranuras del piso. Sobre el desvencijado escritorio se halla un álbum grueso.
Aquí tenía apenas seis meses, Posaba desnudo con el pompi hacia arriba, tenía la gracia natural de cualquier niño de mi edad. La fotografía en cuestión no poseía gran estilo ni calidad. No podía esperarse mayor cosa en un pueblo donde el fotógrafo era carpintero, sepulturero, barbero y trombonista. Luiggi Mastrosapius comenzó a visitar frecuentemente nuestra casa. Parece que fue ayer nada más. Luiggi se apareció por la fonda de papá. Llevaba un par de baúles verde perico que resaltaban con el negro de su traje de pana lisa y su también sombrero negro de ala ancha. De su rostro siempre pálido colgaba un par de grandes orejas y una sonrisa sardónica imperturbable.
Desde el primer momento en que me vio quiso fotografiarme. Sabía mi edad exacta: diez años y ochenta y un días de existencia – afirmó secamente sin mirarme. Luego me hizo posar en harapos frente a su cámara con trípode y sin hacerse esperar introdujo su rostro bajo el trapo negro de aquel fantástico aparato. Escuche un sonido y Mastrosapius dijo que ya estaba listo. Pasaron varios meses y no recibimos noticias del extraño fotógrafo, pero en carnavales el cartero trajo un pequeño sobre para mí. La abrí con premura y descubrí atónito mi fotografía con el aspecto de un príncipe en lujosas vestiduras; no salía de mi asombroso, pues yo no tenía trajes tan lujosos.
Debieron pasar diez años, seis meses, seis días y seis horas para que Luiggi Mastrosapius se presentara de nuevo. No había envejecido en absoluto y ahora se le notaba más contento debido a que tenía nuevos clientes, en todo ese tiempo se le habían multiplicado. Sólo me dijo que yo era la persona elegida para ser su fotógrafo auxiliar. “Ha llegado el momento de que actúes”. Me enseñó el arte de tomar fotografías. La cámara era bastante complicada, pero con el tiempo le tomé confianza y fue como una amante inseparable para mí. Tenía la rara particularidad de incluirme en todas las fotografías que tomaba, sin necesidad de exponerme frente al lente. Comencé por tomar fotos a los naranjales de mi vecino, Hermenegildo Pomparrosa. Al revelar las fotos me hallé en todas las tomas. Al poco tiempo los naranjales se secaron a pesar de los seguidos aguaceros de la época. Después fue Bobby, el perro de la casa, a quien le tomé una foto mientras dormía. El animal murió antes del anochecer. Varios ancianos buscaban un fotógrafo y yo solícito y diligente no me hice esperar; los resultados se vieron en la página de obituarios, la cual se vio aumentada de súbito.
Comencé a sentir extrañas sensaciones, cada vez que fotografiaba a alguien, mis energías aumentaban e incluso me encontraba más lúcido y lleno de experiencias.
Emilio Gayman, un pintor al cual detestaba con odio inimaginable, fue el primer homicidio que realizaba adrede. Lo fotografié mientras trataba de golpearme con sus manos. El flash lo dejo ciego instantáneamente y pronto empezó a perder peso hasta morir a los veintiún días, pesaba menos de veintinueve kilos. Su cuerpo estaba invadido por gusanillos multicolores que como cosa curiosa llevaban la firma de Gayman. Después fue Monolo Hacha Tongue, quien no me había hecho nada, simplemente no me caía bien. De complexión amorfa y desmedidas ansias por la comida, fue una de las victimas más fáciles. Lo invité a comer gratis en la fonda de papá y allí lo retrate mientras se hartaba de mondongo, parrilla, cochino en salsa y toda una mesa llena de postres. Esa fue su última comida, a los tres días murió afectado por una terrible indigestión.
Aunque el asunto no era solamente con la cámara, sino con cuanta foto me tomaban. Mis acompañantes duraban muy poco, después que se revelaba la foto. En unos cuantos meses los habitantes de mi pequeño pueblo había disminuido notablemente. Tres de mis amantes murieron al insistir en que les tomara una foto. Las personas comenzaron a sospechar e incluso a temer a las fotografías. Las tres cuartas partes del periódico del pueblo se iban en reseñar obituarios y funerales. Existía cierta inquietud entre los pobladores, excepto en los dueños de funerarias y en los sepultureros, quienes vieron aumentar sus ingresos considerablemente.
La gente no se fotografiaba por temor a morirse. Mis energías disminuyeron y comencé a enflaquecer terriblemente. Llegué a creer que no pasaría de la medianoche. Apareció Luiggi Mastrosapius con mi retrato entre sus manos. No sonrió y se mostró furioso conmigo. Dijo que él negocio andaba mal porque yo no estaba tomando fotos. Si no tomas más fotografías morirás, dijo mostrándome mi retrato en un ataúd.
Comprendí que hora tomar fotos era un problema de vida o muerte para mí. Tuve que irme a otras ciudades y comenzar a tomarles fotos a personas desprevenidas, de esa forma mi existencia estaba asegurada por algún tiempo. Hice varias tomas al estadio de futbol que se hallaba repleto con más de veinte mil espectadores. Luego fui a las iglesias, allí al lente de mi cámara actuó de nuevo. Culminé en la tarde, fingiéndome reportero gráfico y haciéndole tomas a un gigantesco mitin político con más de setenta mil personas. Al día siguiente los diarios publicaban que en el partido de fútbol las estructuras del estadio se vinieron abajo y no hubo ningún sobreviviente. Algo similar pasó con varias iglesias atestadas de feligreses, las columnas y vigas de estas se derrumbaron sepultándolo todo. Lo del mitin fue algo dramático, pues la tierra se abrió en violento cataclismo y se tragó a las setenta mil personas presentes, incluyendo el candidato.
Mastrosapius estaba tan contento que abandonó sus preparativos para fotografías la Tierra desde una nave espacial y vino a felicitarme. Me condecoró con una extraña medalla y un diploma en negativo como el fotógrafo del mes.
La felicidad duró poco, se corrió el rumor de que todas las desgracias ocurridas eran por causa de un fotógrafo. Se desató una caza de fotógrafos sólo comparada a la de Salem en 1692. Las policías del Estado se encargaron de decomisar cuanta cámara fotográfica había y en una pira pública efectuada en la plaza Bolívar las quemaron. En cuanto a los fotógrafos, la mayoría de estos fueron linchados (gesto que aplaudo, pues siempre me tomaron fotos muy malas). Estos hechos me hicieron huir. Antes del alba tomé una foto en gran angular de la ciudad, situándome en un cerro desde el cual divisaba la populosa metrópoli. A los pocos minutos ocurría un sismo descomunal. Las calles se abrieron atragantándose de casa y edificios. No hubo sobreviviente alguno. La tragedia fue tal, que la destrucción de Pompeya y Herculano quedó como algo insignificante.
Entonces, Mastrosapius me concedió el honor de que fotografiara a la Tierra desde la nave espacial. Me negué rotundamente y, tal como había pensado, Mastrosapius me mostro de nuevo la foto del ataúd. El no esperaba la que yo lo tenía guardada, una instantánea que le había tomado tiempo atrás sin que se diera cuenta. Empezó a morir lentamente mientras contemplaba su horrenda figura plasmada allí. Nadie creería que el mismísimo Lucifer, dueño y señor de las tinieblas y los claroscuros, en la apariencia de Luiggi Mastrosapius se retorcía en el piso. Adoptó un color morado y entre violentas convulsiones vomitó azufre. Pidió clemencia y hasta un pacto me ofreció. Rompí en primer lugar mi retrato y luego el de él. En premio me llenó de riquezas y liberó de la muerte eternamente.
Entre polvo y las mareas del tiempo imperturbable contemplo mi última foto en grupo. Pronto comenzaré a tachar rostros hasta quedarme entre matices claros y sombras sonámbulas de seres que existieron, y que gracias a mí son libres de mísero destino.

* Estos cuentos pertenecen al texto EL DIARIO DE BROM (1998) publicado en San Cristóbal, Táchira, por el Fondo Editorial Toituna y el Consejo Nacional de la Cultura.
** El autor de estas obras es Pedro José Pisanu. Escritor nacido en Tovar, estado Mérida (1962). Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes, se ha desempeñado como articulista y colaborador de diarios y revistas. Reconocido organizador del Encuentro Internacional de  Escritores de Colombia y Venezuela desde el pasado siglo.
***La transcripción de estas piezas es una colaboración de  María López Ortuño. 

7 comentarios:

Pilar Alberdi dijo...

El pirómano entendía de libros, sólo elegía los mejores.
Los que de verdad queman libros lo hacen para que la gente permanezca indiferente ante el poder y sus consecuencias. Para que no piense o para que tema las consecuencias de pensar; con eso, les alcanza.
Un abrazo.

amar la poesia es amar la vida dijo...

Yo creo que se quemó el cerebro leyendo tanto libro bueno. Muy buen cuento. Luego leo El Color Sepia. Saludos Isaías.

Marybel Gaalaz dijo...

Según Jorge Luis Borges, el libro es de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso. Los demás son extensiones del cuerpo (el microscopio, el telescopio son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos la espada y el arado, extensiones del brazo), pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación.
Estéticamente la narración es genial. Un saludo

alfmega Marín dijo...

Magnífico!! me ha encantado. buen libro es el leído, odiado, amado o quemado, un saludo.

Eudes Alexander Moncada Colmenares dijo...

Hace años ya que habia leido ambos cuentos, y definitivamente sigo pensando lo mismo que la primera vez en cuanto a la destreza de este excepcional maestro narrador, cuentista y ensayista PEDRO JOSÉ PIZANU, de quien debo decir que ha sido uno de mis tutores y guiá en el dificil arte de escribir cuando me inicie en este febril y adictivo quehacer; siemopre dispuesto a corregirnos y nosotros bueno no siempre muy dispuestos a seguir al píe de la "letra", sus orientaciones, tanto EL PIRÓMANO como el COLOR SEPIA, siguen representando por lo menos en lo que a mí respecta, dos piezas de cuento breve finamente hilados y estructurados con sencilla maestria, una y mil veces más gracias, MAESTTRO. Y tí mi queridisimo amigo y Bate Cojedeño, por compartirnos estos magnificos cuentos de gratisima recordación siempre!!!.

gonzalo reyes dijo...

Me encanto la presentación, un homenaje al cine. Definitivamente la intertextualidad como recurso literario espléndidamente empleado y la ironía como estilo. Buena historia la del “Pirómano”

gonzalo reyes dijo...

Qué delicia de historia "El color sepia". Un cuento lleno de ingenio ¡Sorprendente Historia!

E insisto en esto de la intertextualidad. Me sugiere múltiples citas a grandes obras. Por supuesto, desde el enorme talento y recursos del escrito.

Gracias por este regalo Isaías.