viernes, 30 de diciembre de 2011

Los Diablos Danzantes de San Juan (Algunas fotografías 2008-2018)

Diablos de  San Juan del Santísimo Sacramento del Altar, de San Carlos de Cojedes 


El 17 de julio de 2014, arribó a 130 años de tradición la cofradía de Los Diablos Danzantes del Corpus Christri, o Diablos de  San Juan del Santísimo Sacramento del Altar, de San Carlos, Cojedes, Venezuela, bajo la insignia de la lucha del bien contra el mal. Con tal motivo presentamos algunas gráficas que describen el seguimiento y merecido homenaje que le rinden,  tanto la Fundación San Juan Bautista Niño como el Servicio Comunitario de la UNELLEZ- San Carlos.  


El casi mítico promesero José Efigenio Ochoa (Chupita)
 quien, por más de cincuenta años, estuvo al frente de esta devoción ancestral 





Los Diablos Danzantes de San Juan  figuran entre los pocos grupos 
que rinden servicio de culto a Corpus Chistri y a San Juan Bautista  


Arribo de los Diablos Danzantes al templo de San Juan Bautista 
recibidos al ritmo de los tambores de San Juan Niño. 

Los niños  Diablos Danzantes de San Juan  conforman el futuro de esta tradición  

Respetos a la Cruz de Mayo, a San Juan Niño y a San Juan Bautista 

Danza y despliegue de devoción a la salida del templo de San Juan 


Diablos sueltos en plena calle

Los Diablos Danzantes de San Juan tejiendo el sebucán 


El siempre importante  componente femenino de la cofradía

La Rendición ante el Sacramento del Altar

 Reverencia de "rendición"de  los Diablos Danzantes en el templo de  San Juan 


Capitanes de los Diablos Danzantes y estudiantes universitarias 
comparten esta gráfica. 


Elemento clave es la música que guía a los Diablos Danzantes, 
protagonizada bajo los acordes del clásico cuatro venezolano


Diablos en la fiesta de San Pedro y San Pablo

 Otro detalle de los Diablos Danzantes en la Fiesta de San Pedro y San Pablo 



El "Diablo Mayor" y algunas estudiantes del Servicio Comunitario 
en sencillo homenaje que se le rindiera a tan insigne personalidad cultural 





Consejo de Diablos Mayores de los Diablos Danzantes de San Juan. 
De izquierda a derecha: Pedro Saavedra, Jose "Chole" Saavedra, Andres Saavedra, 
Saturno Saavedra "el Grillo" y Arquimedez Mendoza.





Gracias por su visita. 
Isaías Medina López


 

 


viernes, 11 de noviembre de 2011

EL ARREO: un cuento premiado de Mercedes Franco


Los animales en la sabana, también, pueden ser
encarnaciones de los  misterios más profundos de la llanura
(archivo de Juana Pérez)


Alguien tocaba con fuerza la puerta, de madera. Monótono, insistente, el golpe se repetía con intervalos de pocos segundos. Cuando doña Eliana abrió se dio cuenta de que era el caballo de su marido quien había estado golpeteando la puerta con el casco desde hacía rato. Atravesado sobre la montura, totalmente inerte, yacía Juan. La mujer gritó, espantada, y su hermana corrió a auxiliarla. Entre las dos bajaron al hombre y lo acostaron en su cama. Una jarinita leve como la misma brisa lo empapaba todo.


En medio de su febril inconciencia, papá Juan deliraba a ratos: “Los burros...el arreo...se reían...”. Palabras incoherentes, nada podía deducirse de ellas. Había salido el día anterior con su hombre de confianza y varios peones, llevando unas cuantas mulas cargadas con tabaco en rama y papalón. Y regresaba solo, exánime en su caballo, con aquella fiebre intensa y extraña que lo consumía, en un delirio inexplicable.


A mediodía fue que pudo llegar Don Marcos, el único boticario del lugar, quien lo estuvo examinando y recomendó compresas frías sobre la frente, y una toma de hojas de catuche para bajar la temperatura.


-Este hombre tuvo una visión. Sentenció antes de irse, cabizbajo.


Al atardecer fueron llegando los peones. Calixto Ramos, el capataz, se adelantó, dándole vueltas al sombrero de cogollo. Intentaba balbucear una disculpa:


-No pudimos hacer nada. Yo le advertí al patrón que no disparara.


-A los espantos no se les tira. Acotó el indio Alfonzo santiguándose, con los ojos desorbitados.


Con el rosario en la mano, doña Eliana no respondía, tibias lágrimas inundaban sus manos, sus ojos campesinos, mientras sobaba las deslucidas cuentas de madera. Pero Augusta, la hermana más joven, quiso saber con detalles lo ocurrido. Y el capataz comenzó a hablar vacilante, aún asustado, después de haber apurado una taza de café caliente:


Las mulas iban fresquesitas y nosotros tranquilos. Dejamos el pueblo y cogimos el camino del llano, íbamos ya entrando en aquella espesa mata de sabana, sin salirnos de la trocha abierta, y todo se veía muy claro por la luna. De todas maneras yo, que era el que iba adelante, llevaba prendido mi favorito viajero más que todo por costumbre, porque como ya le digo, no había necesidad. Entonces vimos venir a lo lejos un arreo grande. Como si brincara sólo entre las sombras parpadeaba en la distancia el candilito de kerosén que traían, a veces casi se apagaba, porque venteaba fuerte. El patrón ordenó que nos hiciéramos a un lado para hacerles espacio, porque aunque la trocha es ancha nosotros íbamos por todo el medio. En ese momento nos dimos cuentan de que ellos se movían hacía el mismo lado que nosotros, como imitándonos. A Papá Juan, le molestó aquello, por parecerle guasa, pero no dijo nada. Nos movimos hacía el lado opuesto y nuevamente hicieron ellos lo mismo, como burlándose. Ahí sí el patrón les habló fuerte:


“Amigo, ¿cuál es la chercha?”


En ese momento supimos que el arreo era de burros, por un rebuzno largo y ronco que se oyó, a manera de respuesta. Estaban aún lejos, pero por el bulto notamos que eran muchos. No se distinguían las formas entre la hojarasca del mastranto y los chamizales crecidos, pero sí nos percatamos que eran burros. Pero cosa curiosa, aquellos rebuznos parecían carcajadas. Largas risotadas burlonas, chanceras, que resonaban por la sabana vacía y me erizaban los pelos de la nuca. Se oyeron otros rebuznos, y también parecían risas. En ese momento supe que aquello era algo malo, porque arreció la ventolera, como amenazando aguacero y sentí escalofríos. Me encomendé a las ánimas benditas, convencidos de que nos hallábamos en presencia del propio Satanás, y así se lo dije a papá Juancito. Me contestó con una pachotada, usted sabe cómo es él. Me busqué en el pecho el escapulario de la Virgen del Carmen que siempre llevo al cuello y no lo encontré. Recordé que me lo había quitado un día antes, cuando me bañé en la poza de La Tigra. Ese escapulario estaba “rezado” por Don Roberto y era la “contra” y protección ante todo mal. El patrón sacó el revólver, furioso, como usted misma sabe, él siempre ha sido así, genioso, que yo lo conozco desde muchachito y sé que esa es su naturaleza, como también lo era de su difunto padre, el patroncito Don Juan Ruiz a quien Dios tenga a su diestra. Pues Papá Juan nos ordenó apurar la marcha, y a medida que nos acercábamos aquel extraño arreo, el aire se enrarecía, una súbita pestilencia nos mareaba y nos revolvía las tripas y un frío agudo y repentino se nos metía hasta los huesos. La noche pareció detenerse, la luna se escondió tras unas nubes grandes y gruesas, no se veían las estrellas. Me santigué y comencé a rezar en voz baja. Cuando estuvimos como a unos cien pasos logré ver que el primero de la comitiva, el hombre que conducía el arreo, no tenía cabeza. Así como lo oye. Tampoco tenía cabeza ninguno de los otros jinetes zambos, que cabalgaban tras él, ni siquiera los burros del arreo que eran más de una docena y que seguían rebuznando y riéndose. Como ya se veía que era cosa del mismo diablo, grité con toda la fuerza de mis pulmones: “Ave María Purísima”. Pero el patrón comenzó más bien a maldecir y a echarle tiros a aquello. Le disparó al descabezado que iba delante del arreo y a todos los burros sin cabeza, que se carcajeaban cada vez con mayor fuerza.


Las mulas se nos fueron en desbandada, se internaron en la espesura de aquella mata de sabana que de pronto parecía interminable, enloquecidas de espanto, huyendo de los burros que las perseguían. Lo último que vi fue que un espanto de aquellos, un hombre oscuro sin cabeza, brincó a la grupa del caballo de papá Juan y lo agarró por la cintura, mientras él seguía disparando al aire. El caballo echó a correr desgaritado, montarascal adentro, como arrebatado por el mismo Lucifer, y seguían estallando alrededor de nosotros los rebuznos o carcajadas de aquellos burros infernales. Yo quise ir tras el patrón, ayudarlo, pero una fuerza superior me inmovilizó. Mi caballo se alzó de manos, encabritado, y luego arrancó a todo galope, llevándome lejos. Yo no sabía a donde iba, solo pensaba en mi mujer y en mis hijos. Y así fue como, llegué hasta aquí, con el indio Alfonzo, el compai Chinto y Ramón Piano. Sin darnos cuenta habíamos salido de aquella mata de sabana y llegamos a llano abierto. De allí pa’ lante no supimos qué más pasó.


Calixto Ramos terminó su cuento y en eso entró Don Roberto, el Brujo de La Pica. Se quitó el peloeguama y entrecerrando los ojos azules dijo con su voz lenta y cadenciosa:


Les salió el Arreo de la sabana. Ese es un espanto que vaga errante por estos andurriales desde hace mucho tiempo ya, desde los tiempos del General Bermúdez, cuando los godos todavía mandaban en Venezuela. Dicen que es el alma atormentada de un hacendado de La Cruz de la Paloma, que mató a su hermano para robarle sus tierras y su fortuna el que se topa con el arreo tiene que invocar a la Santísima Trinidad, esa es la contra. Y no se le puede maldecir, ni echarle plomo, porque el espanto “se le pega a la pata”, como le pasó al amigo. Y dicen que no suelta a su víctima hasta que se lo lleva.


La blanca Augusta incendió una vela blanca bajo el cuadrito de la Virgen del Carmen y se hincó a rezar por el cuñado. Al levantarse se santiguó y luego se alejó silenciosa por el corredor, arrastrando su larga falda de zaraza, hacia su aposento, mientras que Doña Eliana permanecía en vela, estático los grandes ojos negros, pasando las cuentas de su rosario junto al marido delirante.


Ya al amanecer papá Juan se fue quedando dormido, mientras una lluvia triste caía sobre el campo verde, sin trinos de pájaros.


Mercedes Franco, la autora de esta interesante creación literaria  es una de las más destacadas autoras de nuestra literatura infantil y juvenil. Nativa de Maturín, estado Monagas. Lic. en Letras. Con cursos de postgrado. Tiene distintas publicaciones y obras premiadas tanto en Venezuela como en el exterior. Reside en Caracas donde labora en distintas universidades. El siguiente texto fue ganador del Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos (1999).  




Nota del editor: El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.







































domingo, 30 de octubre de 2011

Altagracia de Orituco: un suceso de Fantasmas


Dama gracitana en el archivo de Beto Mirabal




ALTAGRACIA... Y RULFO (Kotepa Delgado)


"Acababa de fallecer el súper – escritor mexicano Juan Rulfo. Con sólo dos libros “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” conquistó la inmortalidad.

Incineraron sus restos pero su espíritu fue a vivir en el pueblecito de Comala, escenarios de las hazañas de su héroe Pedro Páramo, una historia de muertos y de vivos, en la cual hasta el lector teme ser un fantasma.

En una humilde casa llanera sucedió todo 
(Archivo de  Argenis Agüero)

Ahora Juan Rulfo acompaña a Pedro Páramo cuando éste, al pánico de la media noche, rompe el silencio de Comala, atravesando el pueblo, con prepotencia de terrateniente sojuzgador, en un caballo desbocado.

En tiempo de Gómez, cuando aún no había luz eléctrica en los poblados, contaban numerosas historias de fantasmas. Como aquella de Pedro Ramírez, un agente viajero que descendió a las 7 de la noche del único autobús que hacía la travesía de los Llanos. En la plaza del entonces semioscuro pueblecito de Altagracia de Orituco, trataba de conseguir una posada. Cuál no sería su sorpresa al encontrarse con su antiguo condiscípulo de la universidad, Rafael Inojosa.

- Chico, no busques posada, te vas a dormir en mi casa.

Caminaron dos cuadras e Inojosa abrió las puertas de una pequeña vivienda. Cenaron y se acostaron en dos hamacas a recordar con saudades de estudiantes fracasados, sus alegres tiempos universitarios. De repente, Inojosa, sin que Ramírez pudiera evitarlo, se incorporó de la hamaca y de allí, frente a un espejo, se degolló con una navaja barbera.

Ramírez acomodó en el suelo el cadáver de su amigo y salió en carrera para la jefatura civil en solicitud de su auxilio. Al llegar encontró a una señora que también estaba demandando ayuda. Era la madre de Rafael Inojosa.

- Mi hijo acaba de degollarse; vamos a mi casa para que lo vean.

Ramírez porfiaba que se había suicidado a dos cuadras de allí y la señora sostenía que había sido en su casa que quedaba al frente.

Los policías y Ramírez acompañaron a la señora y efectivamente en su propia casa estaba Rafael Inojosa degollado.

Ramírez fue con los funcionarios a la otra residencia y encontraron las dos hamacas, el espejo y la navaja barbera, pero allí no se había suicidado nadie..."

Nota 1. Kotepa Delgado: Seudónimo de Francisco José Delgado, nacido en Duaca, estado Lara en 1913 y fallecido en 1988. Junto a Miguel Otero Silva funda el célebre impreso humorístico El Morrocoy Azul y en 1941 el diario Últimas Noticias.

Nota 2. El presente texto fue publicado en "El Llano en voces: Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades" , publicación de la UNELLEZ-San Carlos (2007). Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno. 






















sábado, 22 de octubre de 2011

La llaneridad (3): El primer cuento llanero de fantasmas publicado en inglés y en francés

 A la hora de contar cuentos  mejor es no fiarse de una llanera  
(archivo de "Háblame de puro Llano, compa")


El feroz apetito del caimán llanero es tan temible como su apariencia


Esta obra se considera, dentro de los estudios de los géneros literarios venezolanos, como un "caso" o "cacho"; pieza narrativa, propia de la cultura del hato, completa y corta, de gran signo fantástico, muy dada a describir el sentido material y espiritual de la vida llanera y campesina.


BARTOLITO Y LOS CAIMANES
MÁS GRANDES DEL MUNDO

Bartolito colgó su chinchorro de las puntas salientes de una gran canoa abandonada en la playa del río. Cómodo ya, de sus otros únicos bienes agarró su tapara de aguardiente y su cuatro y le ofreció a San Rafael pararse al amanecer a pescar como nunca antes en su vida. Refrescándose con un buen trago y unas viejas coplas altaneras cayó en el profundo sueño del fatigado por el trajín del caluroso día.

Al despertar, se vio sumido en una oscuridad que creyó ser la de la media noche, pero sin que brillara la luna ni ninguna estrella amiga. Completamente extraviado buscaba la clave del tenebroso misterio, caminando hacia delante con cautelosos pasos, mientras tanteaba con las manos temeroso a cada instante de tropezar con algo malo; cuando con gran sorpresa, su atención fue atraída por la naturaleza pegajosa del suelo, y por lo viscoso y tibio del alrededor, como si se tratase de unas paredes vivientes, que por todos lados encontraban sus dedos extendidos.

El descubrimiento de todas estas cosas estaba acompañado por la desagradable convicción de haberse engañado al tomar la boca abierta de un dormido caimán por un bongo viejo; repuesto de su sorpresa como buen llanero se aprestó a sacar provecho de la adversidad. Invocando nuevamente su repleta tapara y su cuatro, pensaba en cómo escapar de aquel inmenso animal, al que todos llamaban “el caimán más grande del mundo”.

Al tomarse un reconfortante trago recobró su espíritu festivo y al entonar el viejo canto del Bonguero Perdido sintió que de lejos una voz le hacía replica a su cantar. Aún a sabiendas de que debía tratarse del eco que retumbaba en la enorme barriga de aquella monstruosa criatura se dispuso a caminar por donde lo guiara su propia canción. Mientras caminaba se dio cuenta que sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, miró, pues hacia los lados y divisó racimos de cambur, y cajas de catalinas y quesos que seguramente el caimán devoró de alguna de las canoas de mercadería que solían perderse con todos sus tripulantes en la inmensidad del Llano. También en un extraño apilamiento se divisaban las osamentas desgastadas y blanquecinas de quienes jamás volverían a surcar por aquellas llanuras de Dios.

Así se la pasó no se supo cuántos días, pero caminaba a sus anchas, comía, bebía y sacaba a su guitarra los amados tonos del Llano, casi como acostumbrado a respirar entre las pegajosas paredes del vientre del caimán. Por fin, y en tanto degustaba tristemente la última gota de su fiel tapara, se iluminaron de repente los muros de su calabozo viviente con un débil rayo de luz en la distancia. A la carrera y como pudo todo sus pertenencias y confirmó que su animal y carcelero había dejado las aguas para dormir su siesta en la arena, y así fue como recordó Bartolito qué son los hábitos de esa fieras. Al mirar abiertas de par en par las fauces del caimán descolgó el chinchorro de los colmillos que él había fatalmente tomado por las costillas salientes de una abandonada canoa.

La bestia al sentir que Bartolito pisoteaba en veloz marcha su lengua sintió el instinto animal de engullir su presa, pero como por cosas de San Rafael, misteriosamente, no lo hizo. Al fin y al cabo él era “el caimán más grande del mundo” y Bartolito no representaba ninguna diferencia en medio de tantos hombres, animales y embarcaciones que con fiereza deboraba a su antojo. Sin inmutarse dejó salir a esa pequeña presa.

Cuando ya el sol terciaba el mediodía, el caimán sintió que todo su inmenso cuerpo caía arrojado de la playa del río por un gigantesco chorro de agua. Desacostumbrado a ser sacudido por fuerza alguna, el enorme animal se recobró muy lentamente, cuando atento buscaba la causa de aquel insulto a su majestad se quedó paralizado desde la punta de la cola hasta la cabeza ante un poder infinitamente descomunal; a primera vista semejaba ser una inmensa isla navegando a toda prisa, luego pudo apreciar mejor a su agresor, se trataba de Bartolito, que esta vez con alegría pasaba por el medio de las aguas cantado desprevenido sobre la frente del “caimán más grande del río”.

Nota 01: Este relato (originalmente en inglés y luego en francés) aparece insertado en el texto; “Wild Scenes in Sout América or Life in the Llanos of Venezuela”, obra de Ramón Páez publicada en la imprenta de Charles Scribner (New York City), reeditada en español como "Escenas rústicas en Sur América o la vida en los Llanos de Venezuela". La versión libre, que ofrecemos es  una traducción del francés efectuada por Caupolicán Ovalles y entregada por este poeta a Isaías Medina López el 23 de abril de 1987, en la antigua casa del poeta Alberto Arvelo Torrealba, en la ciudad de Barinas. Ramón Villegas Izquiel y José Daniel Suárez, preguntaron si tal pieza era el primer cuento de fantasmas llaneros publicado en otros idiomas, a lo que el erudito maestro José León Tapia respondió, tajantemente: “Eso es cierto”.

Ramón Páez: Nació en Achaguas, estado Apure, en 1810 y falleció en Calabozo, estado Guárico, en 1894. Diplomático y primer experto nacional en botánica y fauna llanera reconocido en Europa y en todo nuestro continente.
Caupolicán Ovalles: Nace en Guarenas, estado Miranda en 1936 y muere en Caracas en 2001. Abogado, poeta, novelista, periodista, bibliófilo y co-fundador de los grupos literarios “El techo de la ballena” y “Tabla redonda”. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1972. 

Nota 02: Esta versión fue publicada en: "El Llano en voces: Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades", editado por la UNELLEZ (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno. 




 




















lunes, 17 de octubre de 2011

Desde Portuguesa y con miedo


Imagen en el el archivo de Consuelo Ruiz




NOCHE DE ESPANTO
(Erika Schwab)

La noche caía rápida sobre la sabana. Noche especial, noche de mayo, noche de la Cruz. Las estrellas aparecían lentamente y la Cruz en el cielo indicaba la dirección al joven jinete que había salido desde Guanarito temprano para el Hato Ánimas Ribereñas.

Tres días había estado ausente Segundo, pero hoy tenía que regresar. Ana lo esperaba para la fiesta que iba a formar esa noche. Velorio de la Cruz, la promesa sagrada de cada año para una buena cosecha y prosperidad. Noche de rezos, pero también de alegrías y bailes después de las doce y noches de espantos porque nadie sabía quién andaba por la sabana.

Sentía hambre Segundo, pero pronto llegaría, allá le debía esperar alguna buena comida guardada por La Negra, la cocinera del Hato. Cocinaba tan bien y más hoy, con tantos invitados, debía haber de todo.

Pero aparte de la comida le esperaba otra cosa. Con ternura pensó el hombre en la joven que lo esperaba. ¡Ana! La mujer que él amaba. Ya era hora de pensar en el matrimonio, si todo salía bien este año se casaban.

La noche era calurosa y serena, el cielo despejado y picado de infinidad de estrellas. El hombre absorbido en sus pensamientos había disminuido el paso del caballo, tanto que este se paró de pronto y levantó la cabeza. Sus orejas se pararon, se movían con cautela y con un brusco movimiento levantó de pronto las patas delanteras, dejando oír un relincho asustado.

Segundo, tomó las riendas de su caballo que había saltado distraídamente para controlarlo de nuevo y dio una rápida ojeada a su alrededor. No veía nada extraño. ¿Sería el ruido de algún animal que había asustado al caballo? Últimamente habían hablado mucho de un tigre que rondaba por la calceta.

Decidió apurarse más. No era bueno estar solo en la sabana de noche. Menos en una noche de mayo, comienzo de la estación de lluvia, cuando con la lluvia salían los espantos de la lluvia.

Se acordó de lo que había contado su Taita, de cómo había conocido el miedo, cuando siendo un niño se había encontrado con El Silbón, camino a Mata Larga. Rozó con los talones los costados de su caballo, cuando éste se paró de nuevo y relinchó con angustia.

Otra vez miró Segundo a su alrededor sin ver nada extraño. A un lado de él se extendía una palma por donde aparecía lentamente la luna y en ese momento le pareció ver la sombra de un caballo y de un jinete salir entre las palmas.

Al joven se le congeló la sangre. ¡Ave María Purísima! Susurraba mientras se persignaba. – Es El Jinete de Ánimas Ribereñas. Tengo que escapar, que no me alcance. Apuró el paso de su caballo, golpeándolo suavemente el cuello y hablándole con ánimo. – Vamos mi rey, adelante mi bravo.

Escuchaba los cascos de su caballo debajo de él y con espanto le parecía escuchar a otro caballo siguiéndolo por la sabana.

- Agarra el toro, allá va el toro – oía a un hombre gritar tras él.

- Es él, es él, gritaba Segundo, haciendo sonar su látigo para apurar más a su caballo. El animal parecía entender todo o el miedo se había apoderado de él, de tal forma que corría en una carrera como nunca antes en su vida.

- Anda, corre, dale, apuraba Segundo al animal, mientras sentía como tras de él se acercaba la terrible voz gritando: Allá va el toro, allá va el toro.

Era el terrible jinete de la sabana de Ánimas Ribereñas. Cuántas veces había Segundo escuchado hablar de él y ahora lo estaba persiguiendo. El miedo le subía por el cuerpo, sentía como un frío aire le corría la espalda, la cabeza le parecía estallar y con furia le daba espuelas a su caballo. Seguían los gritos detrás de él.

- Viene el toro, agarra el toro.

Con un rápido movimiento volteaba la cabeza hacía atrás, viendo como la sombra del jinete se agitaba en el horizonte y se acercaba cada vez más.

Al fin se levantaba enfrente de él las sombras de las casas del hato, se escuchaba música y voces que cantaban y con desespero brincó la talanquera para escapar de este temible espanto que gritaba a sus espaldas.

Su caballo se paró en seco en medio de la gente del patio y Segundo, quien se había aferrado a la crin, resbalaba al suelo medio muerto. Alguien le pasaba un trago de una botella y el hombre tomaba lentamente recostado contra un tronco.

- ¿Qué pasó?, - ¿Qué pasó? Las preguntas caían encima de él. Y con miedo en los ojos respondió el joven: Me persiguió el Jinete Negro. Desde Las Cruces me venía persiguiendo y casi, casi no logro escapar de él.

También Ana se había acercado y arrodillado junto a él. -Ave María Purísima – gritó de pronto señalando a su cabeza.

Ahora todos lo vieron, el joven que había salido hace tres días para Guanarito con una abundante cabellera negra, tenía ahora el pelo totalmente blanco.

Una noche de miedo y espanto lo habían marcado para siempre. El Jinete de Animas Ribereñas cabalgaba todavía en mayo por la llanura.


Nota 1. Erika Schwab: Seudónimo de Anna Erika Romaniuk, reside en Guanarito, estado Portuguesa. Historiadora, poeta y cuentista cuya obra le ha valido su inclusión en diversas antologías nacionales y regionales. El siguiente texto logró la Mención de Honor en el I  Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos (1998).  

Nota 2: El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.












































Del Apure y sus espantos


Desde niño rl llanero va conociendo estas historias.
Imagen en el archivo de Jorge  Ojeda Parra  




LA LAGUNA ENCANTADA DE LA YAGÜÍTA
(Emilia Rosa Pulido Díaz)

Cuenta la india Leocadia Valeria, que hace muchos años cuando en los llanos apureños existían hombres machos y fregaos de verdad, que luchaban a brazo partío contra un caimán o con un tigre de pinta menuita y en la noche caminaban diez o doce leguas para mirar y bailar con la muchacha más bonita de la parranda y tomarse un palo de caña antes de pararse en la pata del arpa para contrapuntear con el mejor de los cantantes.

Llegó un hombre racional, alto, buenmozo y muy bien letrao, unos dicen que era de Barinas, otros que venía de Guárico, lo cierto es que este gallardo señor traía la idea de fundar y quedarse en este sitio.

Este catire bizarro comenzó por construir su casa de mampostería, juntó unos indios y peones con los que levantaron las cercas de alambre, que nunca se habían visto por esos lados. Así llegaron los días de Semana Santa y justamente el Jueves Santo, ya tenía un rodeo de ganado cachilapo que habían logrado reunir, pasaban de quinientas reses y un atajo de bestias que eran la envidia de los vecinos del lugar. Ese día muy temprano, al clarear el alba, mandó a matar dos reses de las más gordas para asarlas y buscar los mejores músicos de Elorza para celebrar la fiesta conmemorando el fin de la faena y la bienvenida de su familia. Se comenzó con el trabajo de marcar el ganado con el hierro JCV, que indicaba las iniciales de ese hombre indómito como la llanura, que no respetaba tradición y aún cuando los hombres no le querían trabajar los tentó a punta de codicia diciéndoles: “El que trabaje conmigo toda la Semana Mayor le doy cinco morocotas”. En esa época eso era un rialero y quién con tanto que agarrar se va a negar a trabajar, con todo y eso algunos se fueron, pero los más ambiciosos se quedaron.

Juan Constancio Vallesteros, hombre de tabaco en la vejiga, a las once de la mañana junto a sus peones había logrado marcar más de la mitad de las reses, justo a la una de la tarde, hora en que Cristo muere en la Cruz, ya casi terminaban, se encontraron con un toro negro, con ojos cual llamaradas de fuego, de tal bravura que algunos peones le tuvieron miedo y fue el mismo quien lo enlazó y tiró al suelo para ponerle el hierro candente. Al ponerle el hierro a ese altivo animal se produjo un trueno ensordecedor que aterró la peonada y junto al trueno cayó un rayo que convirtió todo el lugar en una inmensa laguna de aguas mansas que atraían al verlas. Cuando llegaron los músicos e invitados para la fiesta sólo se encontraron un pozo lánguido y tranquilo de aguas que invitaban a entrar en ellas, todos se preguntaban: ¿Qué pasó en aquel sitio? Fue tanto el susto que todos se fueron de aquel lugar tan aterrados, sin encontrar alguna explicación para lo que había sucedido en aquel lugar y desde entonces ese sitio se llama la laguna de La Yagüita.

Este relato pasó de boca en boca de muchos cantadores de corrío, cuentan en su canto cómo los indios del lugar no se acercaban a esta laguna porque es tabú para ellos y la gente del pueblo decían que esta laguna tiene un encanto; que cuando la miras te atrae como si fuera un imán y en días de Semana Santa se escucha a lo lejos los bramidos del ganado, el relinchar de las bestias y los gritos de todos los que murieron, inclusive los gritos de Juan Constancio Vallesteros, pidiendo perdón a Dios por no haber respetado la semana de su pasión y muerte.

Nota 1. Emilia Rosa Pulido Díaz: Es una destacada educadora. Reside en San Fernando de Apure, estado Apure. En su primera incursión en la literatura alcanzó la Mención de Honor en el I Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos (1998).

Nota 2. El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.









Fantasmas en Barinas (cuento de Franklin Coromoto Torrealba)



Con distintos recursos se enfrenta a los fantasmas 
(archivo de Karina Pérez)


Franklin Coromoto Torrealba: Nativo de Caracas (1948) reside en Barinas, estado Barinas, donde desempeña la docencia. Experimentado músico, compositor musical, poeta y novelista, comienza a publicar sus libros en 1978. El siguiente texto alcanzó la Mención deHonor en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos (2000).
 



DIAPASÓN EN AZUL

El pasado es pasado sin tiempo, recrea en el pensamiento y lastima por su oscuridad; recuerdos sin frases fijas. El pasado persigue a los muertos hasta en los techos de las casas y sonríe cuando los vence; el pasado son fábulas desesperadas, fantasmas en oscuranas. Los azules nocturnos como un abismal principio de placer, la andadura inncreada que miente sin testigos y engaña con sus tentaciones, la muerte no es perfecta; la acompaña el sudor como un hálito epiléptico, la andadura no retorna y el cuerpo en pena se hacen neumas en el camino. La mansedumbre de la tierra y el silencio son pellejos grises, tálamos del viento ceñidos al ruido de los huesos. La vida es una mueca toda de ironías; gastamos la mitad aniquilando a la otra. Lo demás es infinito, espacio sin medidas.

Este fragmento, lo encuentro en una hoja de papel dentro de un libro que dejó mi abuelo a mi padre. De esto hace algo más de noventa años y, hoy, está en mis manos con otras hojas amarillas. Las reviso y las ordeno por el número de cada hoja.

Cuentan de un hombre encontrado muerto, ahogado en el río Masparro. Lo sacaron de un recodo cubierto con un pantalón blanco hasta las rodillas, el torso desnudo y los pies contrastaban con los de todos los muertos; habían bajado por el río en tiempos anteriores. Tenía una mueca melancólica en los labios como si al morir recordara de donde vino, su niñez de piernas eclécticas, de los compañeros dislocados y de las habilidades para fugarse cuando más lo necesitamos. No se supo de dónde vino como un puñado de huesos atados a los ojos, ni con quién, ni su oficio. Llegó, solo, flotando hasta la orilla de unos de esos pueblos que se fundan, amadrinan y desmantelan con la misma premura y con la misma miseria; casa de bahareque y de techos de palma como si fueran triángulos isósceles inconsistentes, amontonadas en filas y con suma cautela, expectantes moles de barro y de caña amarga, una detrás de otra como peldaño subiendo hasta los árboles. Y en el centro y al frente de ellas, un rastrojo con arenas del río que sirve de plaza, de revolcadero de mulas y vacas, de retozo de los niños y de rezos de las astutas ánimas que siempre carga el hombre para protegerse de la desconyuntada mano de la noche y de la hostilidad de la vida.

Intimidad de los pueblos al caer en los ríos y después secarse a la orilla más abajo en cualquier playón, en cualquier barranco, ir contando la misma historia y con los mismos fantasmas, inventando algunos más petulantes que otros, elípticos, histéricos pueblos que no cargan muerto ajeno; cargan el suyo atado a sus ancestros.

Lo sacaron del recodo del río como a una guabina, boca abajo y rodeado de ramas de brezo, de musgo azul. Llegó como un barco sin metas y sin rumbo. Aferraba en una de sus manos una figura de madera de cedro todavía oloroso; era una paquefia, canoa labrada con una perfección fenicia. En el bolsillo derecho una flor de loto, una cajita de incienso y un pedazo de estaño pulido. La piel de aquel hombre era de una bella tonalidad azul como embadurnado de añil y el cuerpo alimentado con valvas del Líbano, corno con dos almas; una de frutas silvestres de victoc y la otra espiritual ave del medioevo. Este cuerpo andaba tras la búsqueda del sol, jalonando al río con el corazón hacía el Este.

Lo arrastraron hasta el rastrojo dejando el surco de sus talones en el barro. Al verlo tirado en la arena, la gente se metió en las casas y cerró las puertas y las ventanas y colgaron a los santos de los travesaños de los techos por si el viento quiere volcarlos, arrancarlos de las paredes. El cuerpo estuvo tirado entre las casas durante tres días y el sol lo secaba y la luna lo humedecía, el color azul se hizo intenso sin desprender hedor a carne podrida y manó en un espacio de geometría mística los tres días que estuvo el cuerpo tirado en cruz; como un hebreo al sol presumiendo de la tierra.

La primera noche llegaron hombres de pantalones blancos y torso desnudo, tomaron el cuerpo y lo devolvieron al río y se sentaron en cuclillas a rezar y a murmurar sonidos uralalotaicos y a danzar; parecían abubillas mágicas. Casi al amanecer lo traían del río corvados unos por el peso del muerto; erguidos los otros como la sombra que los envolvía.

Lo dejaban en la misma forma en que lo sacaban a hurtadillas. Y así, cada noche los hombres de blancos elevaban corvados y erguidos al hombre de azul a través de la bruma hacia el cauce del río agitado en la sombra, se tragaban el viento con estruendo y la lluvia se abrazaba al pantano permaneciendo en ella inflado y estrujado por la luna. Dos hombres del caserío acercaron una carreta y un par de mulas enjalmadas y subieron al hombre de azul como un saco y se perdieron entre los arbustos exclamando a gritos, ¡inútil la vida si no sabemos para qué sirven los muertos, los santos, el río teñido de azules, el rezo que aguza al miedo¡ Se disiparon con sus gritos, afilaron un poco más el miedo, levantaron las espaldas, se perdieron en la oscurana y reventaron en carcajadas. El seguía tirado y amontonado sobre la carreta; regresaba del río de un azul más intenso, desguarnecido en medio del rastrojo y las puertas y las ventanas y los ojos y los cuerpos permanecían en la hendidura de las casas estacadas en laberintos mágicos. Al amanecer del cuarto día, se abrieron las puertas y salieron los hombres y las mujeres; éstas con los niños colgados de las caderas. Caminaban como monjas de una abadía imaginaria, en fila etrusca y maldiciendo la mala suerte de haber encontrado en el recodo del río al hombre hinchado de azules.

- Hay que llevarlo a Obispo, donde hay iglesia y cura, pa’quitale ese color de diablo, dijo uno de los más decididos a desprenderse del muerto. Las ganas le pueden al miedo.

Tres hombres tomaron a las mulas de los belfos y movieron la carreta hacia el camino; adelante las mulas bordoneando el barro, encima de la carreta el muerto y detrás, pegados a las huellas de las ruedas, uno a uno, y uno más y otro; hombres mujeres y niños buscando el camino y alguno que otro perro en una procesión lenta, silenciosa con la mirada en el barro y maldiciendo. Andando en el camino repetían al unísono ¡Dios no es Todopoderoso, sino padre en busca de encontrar a sus hijos! Amaneciendo, achicando el agua de la ropa, llegaron a Obispo para desprenderse del cuerpo y del hocico insolente del miedo que los hacía maldecir y adorar.

Las voces se movieron al compás de los pasos cansados y el sudor bajaba por los cuerpos hasta llegar a las entrepiernas como húmedos dedos, como peces. Tiraron al hombre de azul en el arenal de la calle junto al primer escalón de la iglesia y lo arrastraron hasta pegar sus espaldas a la hendidura de las dos hojas de la puerta en ese momento cerradas, dejando en la arena el hilo de los talones como fueran caracoles manchados de azules. Quedó recostado a la puerta como si dormitara. Uno los hombres más pequeños subió la pared de barro hasta un tragaluz por donde los gatos rociaban a los santos con olores de alas negras. Abrió la puerta y llevaron el cuerpo adentro. Cerraron, y se retiraron entre murmullos y rezos. Ese día escondieron el sol, lento, de nunca moverse en las nubes erguidas sobre las casas, el viento era un bocado del bosque, una rosa de arena y sudor cayendo al camino y haciéndose barro, el andar un tránsito solamente y una posibilidad de sacudirse los restos del río. La lluvia fue un pretexto para ligar los asuntos cotidianos y el presagio con espuelas de sombras que se le presenta a la vida desafortunada. La lluvia sólo es lluvia y el camino se mueve siempre igual. El bosque, los rezos, la humedad y los perros botaron espumas y entre los dientes se amontonó un jadeo solitario, las camisas se mojaron con olor a vinagre y los pantalones se colgaron de las caderas y de más arriba de las alpargatas; era monótono el tac – tac de los cascos de las mulas.

El cura nunca llegó, los vecinos se retiraron temprano, el ganado se echó a rumiar en silencio, el hombre de azul encerrado con los santos asexuados y las calles se mancharon en su arenal de azules, las paredes del bahareque reseco y cuarteado penetraron en la oscuridad de la tarde, el pulpero abrió las puertas de las calles cruzadas y se quedó bebiendo de una botella de ron, en el mostrador, con la valentía para seguir observando la iglesia.

Todos los sonidos de las sabanas cercanas y del pueblo se concentraron en la iglesia y, su figura, se la fue comiendo lentamente la tarde. La sombra se columpió por los techos de las casas en hileras, los portones saltaron y se desmenuzaron hacia la calle y el viento masticó en las ventanas y las velas desgarraron su luz amarillenta. Las aves se ciñeron solas en su torpor, a las ramas; parecía la última noche de unos dedos pasando un rosario, el temblor de los que fornican sacudiendo raudos entendimientos. El compás de las aguas en el río deja el alma en al mitad de los espejos.

Esa noche vieron pasar el hombre de azul de esquina a esquina, dando cascazos en las puertas, en las ventanas, y en las paredes; amadrinando y atando diapasones en los techos, al aguaitacaminos que tomó el rumbo del río con su alharaca. punteando el camino. Las noches se mancharon de azules, la mosquilla que pica dolió en los testículos y a las bestias se les hincharon las barrigas, la luna desmenuzó caracoles en las calles, las ánimas de los alrededores vadearon al río con un zumbido de abejas y alimentaron a los cotejos en las hendiduras de las paredes y en los travesaños donde a menudo esconden a los santos.

La lluvia parece quieta y se mueve como un péndulo y se adentra en la madrugada que se despide montada en sus alas negras, el amanecer parece un lagarto de lomo emperchado, emergiendo al término del viaje descabellado y las rodillas se adhieren a las sombras como manivelas.

Al día siguiente como cuando muere el hambre; Obispo se fue poblando de ruidos. Las videjas armaron su encanto en los fogones jugando a ser nubes, y en los cuartos las oraciones se apagaron con las velas de las ánimas antiguas. La medianoche había estampado un beso azul en las esquinas, en las ventanas con sus gargantas sin rencores y las puertas se apretaron al umbral, quietas; en el chiribital los árboles amanecieron con sus colgajos de ramas abrumadas por farras de arrendajos.

Cuando se abrieron las puertas de la iglesia, ninguna señal del muerto, sólo manchas azules como brochazos, en cuanta superficie descubrieron los curiosos. El cuerpo jamás apareció y en el río se oyen gritos de barqueros aligerando supuestas embarcaciones, voces que producen frío en los huesos; el ruido de las trullas tensa las gargantas. Cuando el silencio se hace en Obispo el miedo cenizo y las noches son azules.

Yo, no he visto al hombre de azul; no es necesario. Sé que está ahí como el azul de los Maya, como mis parientes muertos, como los vagos que envuelven su humor en el trueque de la realidad por lo mágico de la imaginación. Con las ancianas desleídas, meciendo sus huesos con los escarabajos acosados por cometas, con los mamelucos de ojos almendras, con los muertos secos, resentidos y lacerados que se cuelgan de la luz, con las piernas que iban detrás de la carreta empujada por la lluvia, con las noches de la muchacha que se agita en su virginidad, con la oración del peregrino, con la humedad de la ira. Las casas siguen manchadas de azules y los talones permanecen en el arenal; los incrédulos dicen que son rastros de guaruras y que no consiguieron el cuerpo porque no estaba muerto, que se perdió en la montaña y la asoliá le secó los sesos.

Mi abuelo le contó a mi padre que este ahogado del Masparro era un fenicio que llegó a América a finales del siglo XIX, detrás de un sueño. Quería ver más clara que en su tierra a la estrella Polar, pensó que había encontrado a la nueva Fenicia subiendo por el Apure; en esas aguas vivían los atlantes que una vez salieron de Baalbek y llegaron hasta Cádiz antes que los celtas. Se embarcaron sin rumbo hasta naufragar en el Delta del Orinoco; los ahogados son celtas y se difunden por todas partes, por el Amazonas. Algunos en la tierra se diseminaron con los orgasmos de las mujeres; en cualquier esquina de cualquier noche azul, detrás de un mostrador troqueando ilusiones y escondiendo sus duendes.


Nota del editor: El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.



































domingo, 9 de octubre de 2011

JOEL HERNÁNDEZ Y LA INTERTEXTUALIDAD LLANERA

Imagen en el archivo de Elkin Cardozo



INTERTEXTUALIDAD LITERARIA DEL PASAJE LLANERO DE JOEL HERNÁNDEZ CON DOS NOVELAS GALLEGUIANAS Y LAS CANTAS DE ARVELO TORREALBA (Texto de Yorman Tovar)


INTRODUCCIÓN
La literatura llanera venezolana del siglo XX ha sido objeto de numerosos estudios sistematizados, por medio de diversas perspectivas: etnográficas, folklóricas, religiosas, sociológicas e históricas –entre otras-. Sin embargo, no existe ningún estudio basado en la intertextualidad de nuestro acervo literario con otras corrientes, estéticas y movimientos literarios, lo que puede considerarse una debilidad por parte de la investigación académica, y abordar esta temática de tanta relevancia, puesto que la intertextualidad es una constante en los anales de la literatura oral llanera, y de la cual no se han encontrado antecedentes. El objetivo de este trabajo consiste en demostrar los rasgos intertextuales entre Doña Bárbara y Cantaclaro de Gallegos y una de las Cantas de Arvelo Torrealba con cuatro canciones llaneras de Joel Hernández:  “María Nieves”, “El bongo”, “El amansador” y “Viejo soguero”. Para este propósito se precisa de los estudios descriptivos, que en opinión de Arias (2006: 25) miden de forma independiente las variables formuladas en los objetivos de investigación, aún cuando no se formulen hipótesis”.
La poesía musical llanera, herencia del romance español de los cantares de gesta de la edad media, es una expresión perenne en su lar nativo desde la conquista. Consiste su filosofía en preponderar la vida de sus rudos moradores: el ambiente y la particular idiosincrasia que recoge en su seno todas las costumbres y tradiciones, resumidas en el vocablo llaneridad: conjunto de cualidades, condiciones espirituales, religiosas y culturales, incluyendo las debilidades humanas que caracterizan al llanero; es decir, sus modos de vida dentro de un contexto geográfico, histórico y sociológico, del cual se siente inmensamente orgulloso y se cree absoluto dueño.


ANTECEDENTES
Los estudios literarios en occidente, desde la década de los 60 son afrontados por algunas teorías, entre las que destacan dialogismo y polifonía de Mijail Bajtin (1895-1975). Martínez Fernández (2001: 53), interpretando a este teórico asume que dialogía es “el carácter dialógico del discurso, la base del concepto de intertextualidad, es decir: relación de voces propias y ajenas, individuales y colectivas”; y agrega (Idem) que “todo enunciado está habitado por la voz ajena”. Por su parte, Sábato (1979: 26) sostiene que “nada es novedoso. Lo habitual es que un gran creador sea el resultado de todo lo que le precede, entrando a saco en las obras de sus antecesores y realizando formalmente esa síntesis que caracteriza al nuevo prócer”. La poesía nativista arveliana, con la excepción de algunos sonetos y dos poemas en versos libres incluidos en Música de cuatro (1928), es octosilábica, la misma medida que, preferiblemente, utiliza la música llanera.

ANÁLISIS DE RESULTADOS
La poesía musical llanera, a pesar de su manifiesta oralidad tradicional, es una estética literaria que, aún cuando no es apéndice ni herencia de la poesía nativista, registra como esta entre sus formas, recursos semánticos (metáforas, símiles, anáforas e imágenes) y estructuras coincidentes (polirrimia y polimetría), características que concretan entre ambas una supuesta analogía. En la parte que corresponde a la influencia de la novela regional en el pasaje de Hernández, ésta sólo se percibe en la temática trasladada, de la prosa a la poesía. El mismo cantautor (2004) revela en torno a estas influencias:
"Mi obra está muy influenciada por Rómulo Gallegos. Hay temas extraídos de su obra. María Nieves que era el que pasaba la punta de ganao por el “Paso Apure”, entre San Fernando y Puerto Miranda, es una obra eminentemente galleguiana".

Intertextualidad Gallegos-Hernández
Expresa Joel Hernández (Ídem), en referencia a las dos novelas de Gallegos: “La significación que en mi canto al nativismo llanero tienen sus obras, es que Doña Bárbara y Cantaclaro son como mis libros de cabecera”. El testimonio del poeta hace suponer la marcada influencia de un autor sobre otro, es decir el intertexto, “goce estético” al que Mendoza Fillola (2000: 91) define como “reconocimiento de rasgos de estilo” o “establecimiento de algunas relaciones y de interconexiones con referentes de igual o de distinto signo artístico o de código expresivo”. Obsérvese la descripción que hace Gallegos en Doña Bárbara (2000: 269) de la faena de conducir ganado vacuno, tras la huella de un vaquero experto en el oficio: el cabestrero o “cabrestero”, como se dice en el Llano:
Promediaba la tarde cuando Antonio dio orden de que se procediera al aparte. María Nieves penetró en el rodeo gritando a los novillos madrineros, y éstos, que ya conocían la voz del cabestrero y ya estaban acostumbrados a la operación, salieron del rebaño a detenerse en el sitio donde se formaría la madrina del hato.
Adviértase la primera parte del poema musical “María Nieves” de Hernández (1982: pista 1) y nótese el grado de intertextualidad e influencia galleguiana:


¡Quién vendrá de cabresterooooo!
¿quién vendrá de cabrestero
de aquella punta e` ganao
que levantando un polvero,
poquitico a poco viene
viene con paso cansao
viene con paso cansao.
Seguro que es María Nieves
el mejor de los llaneros
que el Cajón de Arauca tiene.
¡Ajila, ajila novillo!
es la voz del cabrestero
y el rebaño se entretiene,
y el rebaño se entretiene.


Véase ahora el párrafo de Doña Bárbara (Ibíd.: 299) y compárese con la segunda parte del poema “María Nieves” (Ídem):

Es María Nieves agigantándose en la empresa de la esguazada de los grandes ríos donde acecha la muerte. Va a exponerse a la tarascada mortal de los caimanes y sólo lleva el chaparro y una copla en los labios. Ya están llenos los corrales del paso del Algarrobo. Se va a tirar al Arauca una punta de ganado y los jinetes ya están colocados a lo largo de la manga para defenderla del empuje del tropel de reses. Ya María Nieves se dispone a conducirla a la otra orilla, a cabestrearla a nado. Es el mejor “hombre de agua” de todo el Apure y nunca se le ve tan contento como cuando lleva al cuello, en pos de sí los cuernos. Ya está en el agua sobre su caballo en pelo y conversa a gritos con los canoeros que navegarán al costado de la punta para no dejarla regarse en el río.

He aquí la intertextualidad íntegra, que va, desde la prosa novelística al pasaje de Hernández:


¡En el paso el Algarroboooooooo,!
en el paso el Algarrobo
del hermoso Arauca mío
ya están tirando la punta,
ya están tirando la punta
en el torrente bravío,
en el torrente bravío.
El novillo madrinero,
el novillo madrinero
nada en pos de María Nieves,
mientras que los canoeros
luchan porque no se riegue
en el agua el caramero,
en el agua el caramero.
María Nieves va cantando
coplas deañejo sabor,
lleva en la diestra el chaparro
contra el caimán protección,
desafiando los caribes,
la raya y el temblador.


Otro de los notables ejemplos de esta influencia galleguiana en el poeta portugueseño se visualiza en el poema musical “El amansador” (1982: pista 3) en donde se perciben frases de Cantaclaro (2000: 116-117) y de Doña Bárbara (Ibid: 159), es decir: parafraseos de párrafos galleguianos en canciones de Hernández. En Cantaclaro se percibe mediante el diálogo que mantiene el personaje Florentino o Cantaclaro con un peón de “Hato viejo”:

-¿Y nada más, compañero? –pregunta Florentino, al cabo de una pausa.
-Nada más, que es bastante.
-Pues ya van a salir ustedes de dudas, porque lo que soy yo monto el rucio cuésteme lo que me cueste, y desde ahora les doy mi palabra de contarles lo que me suceda.
-¡Qué se va a hacé! – concluyó el peón-.
Atravesó la mata y aplicándole las espuelas al rucio lo encaminó hacia las antiguas fundaciones de Hato viejo.

Joel Hernández en “El amansador” (1982.: pista 3), en lugar del peón, menciona a “Juan”, es decir: “Juan Parao”, personaje de Cantaclaro:
No crea, Juan que yo le tengo
miedo a ese rucio mosqueao
a ese potro de la punta
bravo, arisco y resabiao.
permiso le pido a usted
a usted que es el encargao
para quitarle la espuma
de la que viene bañao.
Seguro que se la quito
pues la espuma le he quitao
a tantas bestias cerreras
del llano de Juan Parao.


El coro de la segunda parte del poema mantiene intertextualidad con una frase pronunciada en Doña Bárbara por el personaje Santos Luzardo en diálogo con su primo Lorenzo Barquero acerca del propósito de –como interpreta Soutiño (2003: 112-113) “destruir al centauro, figura divina y monstruosa mitad hombre, mitad animal, que encarna una parte de la naturaleza instintiva del hombre”:

-¡Imagínate!-como porque, siendo tuyas, aquellas palabras tenían que ser para mí la elocuencia misma. Sin embargo, me impresionó una de las frases: “Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro”, dijiste. Yo, claro está, no sabía qué podía ser un centauro ni mucho menos lograba explicarme por qué los llaneros lo llevábamos por dentro; pero la frase me gustó tanto y se me quedó grabada.
Joel Hernández en su canción (Ibíd.) afronta barbarie y civilización: el instinto salvaje, nervio vivo del llanero, pide que “le den llano” a su centauro para que corra libre, no obstante, reflexiona como Barquero, intertextualizando la frase civilizadora de Rómulo Gallegos en voz del personaje, cuando habla de amansar sentimientos y pasiones:


Dénmele, dénmele llano
al revés y al derecho
al centauro que llevamos
los llaneros en el pecho.
Que si el hombre amansara
su sentimiento y pasión,
haríamos de esta tierra,
compadre, un mundo mejor.


En otro pasaje titulado “El bongo”, Hernández (Ibíd.: pista 5) sigue manteniendo la misma intertextualidad que hizo con Doña Bárbara. Obsérvese el capítulo “Con quién vamos” (Ibíd.: 59):

Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y pesada maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales y encorvados por el esfuerzo le dan impulso a la embarcación, paseándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. (...) En la paneta gobierna el patrón, viejo baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por entre los carameros que obstruyen el cauce, vigilante al aguaje que denunciare la presencia de algún caimán al acecho.

Hernández re-crea el párrafo en su lírica composición titulada “El bongo” (1982: pista 5):


¡Sudoroooooosos!
con precisos movimientos
caminan por la cubierta
los bogas, con pasos lentos.
¡Y se apoooooooyan!
en sus musculosos pechos
la palanca de araguato
que hunden en el blando lecho.
Poco a poco avanza el bongo,
eludiendo las caramas,
el patrón de los bongueros
ya preguntó: ¿con quién vamos?
Vamos con Dios y la virgen,
contestan los palanqueros.
Aferrado a la espadilla
maniobra el patrón, atento
a la temida chorrera
a la recostá e` un siniestro
y a los miles de peligros
que acechan a los bongueros
y que hacen trambucarse
dando en agua, por completo
con bongo y tripulación,
con la carga y los viajeros.

Intertextualidad: De Arvelo Torrealba a Joel Hernández
Márquez Rodríguez (1999: XV) sostiene que la poesía de Arvelo Torrealba se manifiesta en la conjunción de cuatro elementos indisolubles: el tema popular extraído del llano y de la vida del llanero (hombre, afán, paisaje); las formas métricas y estróficas populares de particular significación en la poesía y la música del llanero, el contenido reflexivo, existencial que universaliza la angustia del poeta y la expresión estética trasvasada en imágenes de la más variada especie.
Entre esos elementos indisolubles resalta el símbolo del caballo y la importancia que tiene para el llanero. Crespo (2004: 13) habla de la dualidad caballo-hombre llanero: “Ambos lo mismo, ambos uno y ninguno, hendiendo el bajío, el arenal y la candela, abriéndose paso entre la centella y los ríos ahogados en su propia sanguaza. ¿Cómo no iba a juntarse con una criatura de su semejanza”. En Cantas (2005: 45), Arvelo, a manera de diálogo, expresa en octosílabos, el orgullo del llanero que va a ensebar la soga del cuero del toro que mató a su fiel caballo. Una muestra de hombría y fidelidad, al tomar venganza por la muerte de su noble bruto:


Aguárdeme, compañero,
en el botalón del patio
que voy a ensebar la soga
que piqué del cuero sardo.
La soga del cuero sardo.
El cuero sardo del toro
que antier me mató el caballo.


Joel Hernández, en voz de Freddy Salcedo (1999: pista 8) intertextualiza estos versos de Alberto Arvelo Torrealba, recrea y amplía su texto con una versificación distinta, conforme a la modalidad de su tonada pasaje “Viejo soguero”:


Viejo soguero,
viejo soguero,
¿por qué usted no pica el cuero
del toro sardo cachú?.
El que me mató el caballo,
mi caballo cabos negros
cuando cogía cachilapos
en sabana abierta a la luz
de la luna de enero.
Caballo
como el mío no había nacido,
ligerito como el viento,
yo con él y él conmigo. (...). Soguero,
pique pues el cuero sardo
y en el botalón del patio
tálleme una buena soga.


Este parafraseo intertextual del argumento del poema arveliano, revela lo afirmado por Mendoza Fillola (2000: 59): la imitación “podría ser la relación entre la producción de un maestro reconocido y la de sus seguidores, según normas de reconocimiento y aceptación”. “Una nueva reestructuración creadora”, bajo la que se integran varios componentes reutilizados con nueva funcionalidad. Una influencia que Joel Hernández recalca con suma firmeza: “Yo lo reconozco que entre los que incursionamos en el nativismo llanero, es muy difícil conseguir a alguien que haya escapado de la influencia de esos escritores como Rómulo Gallegos y Arvelo Torrealba”.


CONCLUSIONES
La poesía Nativista de Joel Hernández y la de Alberto Arvelo Torrealba, son manifestaciones poéticas heterogéneas, disímiles en algunos aspectos, pero coincidentes en exaltar la identidad nacional, las hermosuras y riquezas del paisaje autóctono llanero, en cuyo seno palpitan costumbres y tradiciones venezolanas.    
Sin embargo, a pesar de ser dos estéticas paralelas en los anales de la literatura venezolana, coinciden en sus formas estróficas (rimas y métricas); en sus características (usos de recursos como metáforas, imágenes y símiles); y sobre todo, en el escenario que les nutre de inspiración: el llano, entorno geográfico donde también se sustentó la llamada novela regional encarnada en Rómulo Gallegos, que también ha ejercido ciertas influencias en poetas orales llaneros. Todos estos elementos, tantas veces reiterados, tanto en la escrituralidad como en la oralidad, han dado origen a la intertextualidad entre la poesía musical llanera de Joel Hernández, en concordancia con el nativismo poético arveliano y las novelas Doña Bárbara y Cantaclaro de  Gallegos, expresión de literatura realista, pero tan autóctona como la canción llanera.



REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Arias, Fidias. (2006). El Proyecto de investigación Introducción a la metodología científica. Caracas: Editorial Episteme.
Arvelo Torrealba, Alberto. (1999). Obra poética. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana-Fundación Cultural Barinas.
Crespo, Luis Alberto. (2004). El caballo llanero. El horizonte vivo. Imagen, 37, 12-13.
Gallegos, Rómulo. (2000). Doña Bárbara. Caracas: Biblioteca El Nacional.
Gallegos, Rómulo. (2000). Cantaclaro. Caracas: Editorial Panapo de Venezuela, C.A.
Hernández, Joel. (2004). Entrevista no estructurada. Araure-Portuguesa.
Márquez Rodríguez, Alexis. (1999). En Arvelo Torrealba. Obra poética. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana-Fundación Cultural Barinas.
Martínez Fernández, J. (2001). La intertextualidad literaria. Madrid: Ediciones Cátedra.
Mendoza Fillola, Antonio. (2000). Literatura comparada e intertextualidad. Madrid: Editorial La muralla.
Sábato E. (1979). El escritor y sus fantasmas. México: Seix Barral.
Soutiño, C.T. (2003). Lorenzo Barquero: el intellectual en expiación. Investigaciones Literarias UCV,11, 105-116.

DISCOGRAFÍA
Hernández, Joel. (L. y M.). (1982). María Nieves. En Joel Hernández (Intérprete). Joel Hernández su voz... su música. [LP Lado A surco 1]. Caracas: Foca Records, C.A.
Hernández, Joel. (L. y M.). (1982). El amansador. En Joel Hernández (intérprete). Joel Hernández su voz... y su música. [LP Lado A surco 3]. Caracas: Foca Records, C.A,
Hernández, Joel. (L. y M.). (1982). El bongo. En Joel Hernández (Intérprete). Joel Hernández su voz...y su música.[LP Lado A surco 5]. Caracas: Foca Records, C.A.
Hernández, Joel. (L. y M.). (1999). Viejo soguero. En Freddy Salcedo (Intérprete). 20 éxitos de Freddy Salcedo. [CD pista 8]. Caracas: Araguaney.